A Human Year is Seven Earth Years y Lick Fire

 

Por Pablo Gamba 

En la programación online de la décima edición del Bogotá Experimental Film Festival figuran el largometraje A Human Year is Seven Earth Years (Estados Unidos, 2022), de Adrian Randall, y el cortometraje Lick Fire (Argentina, 2023), de Jeff Zorrilla. El primero es uno de esos filmes latinoamericanos secretos que deberían dejar de serlo, ganador premio principal en la Bienal de la Imagen en Movimiento, en Buenos Aires. El segundo se estrenó en el Festifreak de La Plata y es obra de un realizador experimental estadounidense que ha desarrollado su obra en Argentina. 

A Human Year is Seven Earth Years plantea una comparación de escalas de tiempo en el título, y su característica más resaltante tiene que ver con el hiato entre la Historia, con mayúscula, y la autobiografía. La película de Randall se desarrolla como un ensayo sobre la evolución de las radiocomunicaciones, y su relación con la tecnología militar y el imperialismo. Comprende los vínculos entre la RCA y las fuerzas armadas estadounidenses, así como con la United Fruit Company, la empresa emblemática de las “repúblicas bananeras” en Latinoamérica, que estuvo detrás del golpe que derrocó a Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954, por ejemplo. Pero el largometraje está integrado también por fragmentos de un diario del cineasta, parte del cual grabó en Honduras, el país de su padre. 

Randall cita como fuente de inspiración a Harun Farocki, pero A Human Year is Seven Earth Years no parece interesarse tanto por la crítica de las imágenes, específicamente, como por su creación, en lo que visualmente deriva hacia el videoarte. La manera como se apropia del material de archivo y trabaja sobre la base de hechos históricos me hace pensar, en cambio, Craig Baldwin, en RocketKitKongoKit (1985), su película sobre un programa espacial en el recién independizado y neocolonizado Zaire. 

En el ensayo de Randall se desarrolla también una reflexión en torno a las ondas electromagnéticas como posible forma de comunicación de los seres vivos entre sí y con la Tierra, con una suerte de telepatía. Es una línea argumental que plantea una utopía acerca de otro desarrollo que pudo haber tenido la tecnología, hacia la formación de un “exoesqueleto pensante de la tierra”. Las palomas se presentan como protagonistas de esta parte de la historia aunque reaparecen en otros contextos, como los experimentos con misiles. 


Entre los científicos a los que Randall hace referencia sin indicar los nombres está Georges Lakhovsky. Fue el creador del oscilador de ondas múltiples, basado en la creencia en la comunicación de los seres vivos a escala celular y que intentó usar para tratar el cáncer. En estos márgenes paranormales de la ciencia se ubica también un hippie que publica videos sobre la influencia de las ondas radiales humanas en la naturaleza. Es un personaje que hace explícita la relación entre las consideraciones del ensayo y el pensamiento conspiranoico, cuya forma replican las ramificaciones del argumento hacia la Alemania nazi, así como también, irónicamente, hacia los vínculos entre el origen del imperialismo estadounidense y la búsqueda de lugares para la explotación del guano. La película de las palomas termina así ocupándose de la mierda de los pájaros. 

En un espacio incierto entre lo real y esta paranoia hay que ubicar, en consecuencia, el diario del cineasta, cuya fragmentación parece síntoma de la cuestión de escalas señalada al comienzo, pero como problema existencial. Encontramos en esas partes un personaje angustiado y a la deriva, que lo que consigue en Honduras, al visitar el país, son ruinas como las de una estatua de su madre y los restos de la que fue la casa familiar. 

A Human Year is Seven Earth Years no es, por tanto, la película sobre las radiocomunicaciones y el imperialismo que parece ser, sino sobre el desajuste entre esa realidad y la vida, sobre cómo vivir en un mundo como el de la Historia que se relata sin poder encontrar lugar en él. Pero esto plantea otro problema, que podríamos considerar sintomático por un irónico Q&A, cerca del final, en el que espectadores le preguntan en off al cineasta por sus sentimientos y la experiencia de su cuerpo. También por la confrontación que podemos hallar entre el “exoesqueleto pensante de la Tierra” y aparente la falta de arraigo de Randall en algún lugar del planeta. 

No puedo dejar de relacionar esto con la manera como refiere las luchas populares. El relato histórico las menciona en los casos de Árbenz, y de protestas recientes contra la represión y las violaciones de derechos humanos vinculadas con la injerencia imperialista en Honduras. No son, sin embargo, parte de la realidad del protagonista, y creo que este detalle revela, quizás contra su voluntad, la razón política del desajuste cósmico del título y su inclinación a un pensamiento que se eleva sin encontrar una conexión con el mundo de la vida como la que tiene el vuelo de las aves.


La paranoia, la tecnología y lo autobiográfico son también temas de Lick Fire, videoensayo digital de un realizador que identifico principalmente con formatos fílmicos. Ha rodado dos largometrajes en 16 mm, Super 8 y video HD: Monger (Argentina, 2017) y Lockdown Diaries (Argentina, 2022). 

Hay una llamativa reflexión de Zorrilla, como narrador en voice over, sobre la tecnología en Lick Fire, que fue hecho con inteligencia artificial, usando el programa text-to-image Stable Diffusion al que se da crédito como si fuera casi un “coautor” de la pieza. “Las tecnologías solo son interesantes cuando nadie sabe todavía qué hacer con ellas”, dice el cineasta. 

Lick Fire es una investigación de una de esas aplicaciones de utilidad aún no claras, que para el cineasta se convierte en un modo de realizar una utopía surrealista: dar imagen visible a lo que le viene a la mente. El resultado es un autorretrato en vertiginosa transformación continua que produce representaciones de los temores que cotidianamente asaltan al cineasta, y que no son exclusivos de los paranoicos, así como también imágenes violentas y de contenido sexual. Pero también refleja sus influencias plásticas como una delirante enciclopedia histórica del arte. 

Sorprendente es también, entonces, cómo la imaginación que parece haber encontrado en la inteligencia artificial una herramienta que le permite desplegarse sin limites materiales ni morales, siguiendo las instrucciones del realizador, lo que produce es básicamente una sucesión de clichés. Esto hace de Lick Fire un ensayo revelador sobre una herramienta que es motivo de intenso debate en la actualidad, al que aporta algo quizás más trascendente que la reflexión citada: una pregunta acerca del pensamiento, si acaso solo es interesante cuando no se deja fascinar por las tecnologías.

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