Después, la niebla y Azul Pandora

 

Por Pablo Gamba 

Después, la niebla (Argentina, 2024), de Martín Sappia, y Azul Pandora (Cuba, 2024), de Alan González, son películas que estuvieron en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín, en la provincia de Córdoba, Argentina. La segunda ganó allí la competencia internacional de cortos. 

En Contracampo, muestra independiente paralela al Festival de Mar del Plata, se estrenó el año pasado Después, la niebla, primer largometraje de ficción de Sappia, y después compitió en el Festival de Jeonju, en Corea del Sur. Al cineasta, que ha desarrollado una destacada carrera como montajista, se lo conoce también como director por Un cuerpo estalló en mil pedazos (Argentina, 2020), documental que fue parte de Mar del Plata y Toulouse, entre otros festivales. 

Después, la niebla se inscribe en una tendencia del cine contemporáneo que Cahiers du Cinéma destacó en la portada de su edición de abril. Me refiero a la ecología, lo que se hace explícito en las referencias que pone Sappia al final, como si fueran una bibliografía de su película. Encontramos allí al filósofo Emanuele Coccia, citado también por Albertina Carri en ¡Caigan las rosas blancas! (Argentina, 2025), y a Baptiste Morziot, cuyo llamado a “bosquizarse” tiene un eco diáfano en este film, entre varios otros autores. 

La clave de Después, la niebla está en la manera como construye la relación entre la historia de ficción y este pensamiento en torno a la cuestión ecológica. Se basa en la manera de actuar del protagonista, al que cartas de su hermana impulsan a dejar un trabajo de alrededor de veinte años como encargado de una fábrica y lanzarse a un recorrido a pie que lo llevará hacia al monte, hacia el lugar en el que ella enterró las cenizas de alguien querido al pie de un árbol. 

César se presenta así como un personaje misterioso, pero que se explica en diálogos que tiene con dos mujeres, solitarias como él, que encuentra en su camino. Al final veremos parte de una de estas conversaciones mirando a cámara, como si se dirigiera a los espectadores. Habla de su inclinación a “vueltear” por el monte, como dice, desde su infancia, y de su interés por las plantas, y en observar y seguir a los animales para entender su punto de vista. 

Hay otros indicios de vínculo causal de la fuga del personaje y el ambiente de la fábrica. La verdadera fuerza sensorial de esta película está así en la primera parte, en la rutina a la que renuncia César como encargado para echarse a caminar de nuevo. Parece fluido el desarrollo de las actividades de la planta, pero se sienten en eso asperezas, en los cortes, y en los cambios de ritmo y de iluminación nocturna y diurna, lo que transmite la sensación de que hay algo sutilmente dislocado en ese espacio y tiempo. 

El personaje vive en la fábrica, y lo vemos exclusivamente encerrado en ese microcosmos en la primera parte de la película, salvo en una escena en la que sale a la calle a dejar cuidadosamente, en un baldío cercano, un nido de ratas que encuentra en una caja en una ronda nocturna, en vez de matarlas. Es un indicio de su relación con ellas que tiene como correlato su separación del resto de los empleados y que puede llevarnos a pensar, por analogía, que César es también como un animal triste por el largo encierro en ese lugar, al cual en una escena dice que no ha llegado a acostumbrarse a pesar del tiempo, como lo percibimos en las señaladas fricciones sensoriales.

En el caminar misterioso de César encontramos un desarrollo característico del “cine de flujo” contemporáneo, como lo llamó Stéphane Bouquet. Aunque por la referencia al árbol en las cartas y la foto que las acompaña sabemos vagamente hacia dónde va, sentimos la deriva en el salirse de las rutas trazadas, en el andar a pie del personaje al costado de la ruta, primero, y después atravesando las alambradas que limitan la propiedad privada de los campos, en el monte, refugiándose donde no hay gente, como los vagabundos. Cuando la historia se debilita y se sostiene apenas en César caminando, encontramos también el minimalismo que caracteriza a esta y otras producciones de Córdoba y el paisaje de la sierra de esa provincia visto en Los delincuentes (Argentina, 2023), de Rodrigo Moreno, entre otras películas. 


Así como hay un giro inesperado de la parte de la fábrica al resto de la historia, encontramos una sutil deriva de la ficción hacia lo documental. Se hace patente en las conversaciones que tiene el caminante con las dos mujeres que encuentra en su camino. Por los temas que tocan, de las botánicas y la construcción de un dique en el pasado de la región, respectivamente, se asemejan a entrevistas documentales. También por los dibujos de plantas que una le muestra a César, y las fotografías de la obra que le enseña la otra y se despliegan en la pantalla como una secuencia característicamente documental. 

Lo que cuenta el protagonista acerca de su vida pasada y su relación, desde la infancia, con la naturaleza adquiere en el contexto de esas entrevistas un aspecto de testimonio documental. Encuentro, así, otra tensión formal en esta película, en torno a los discursos que se van esbozando fluidamente, en lo que conversan César y estas dos mujeres, tan solitarias y dadas a la fuga del mundo social como él, y las irregularidades señaladas del relato, en este caso en sus lagunas. Tiene un correlato, además, en lo que una de ellas dice de cómo las primeras botánicas dibujaban las plantas, haciendo manifiestas las imperfecciones de los ejemplares reales, contra lo que los hombres que ejercían el poder en las instituciones científicas impusieron la búsqueda de plasmar modelos ideales. Esto incluía procurar la neutralidad de la luz en el dibujo, lo que es significativo aquí por referencia a lo que señalé sobre la iluminación de la primera parte de la película, y el aspecto titilante que adquiren los rostros en una larga conversación nocturna junto a una fogata. 

Pero todo esto no hace sino problematizar la relación entre la historia y el pensamiento que explícitamente la inspira. Las explicaciones que hay en las entrevistas y la “bibliografía” del final parecen confesar la insuficiencia de recursos muchas veces vistos, como los grandes planos generales, los encuadres envolventes y los movimientos de cámara que pierden al personaje en el ambiente para hacernos partícipes de lo que siente César. Las referencias visuales al paisajismo pictórico son también contradictorias con la experiencia de integrarse a él, de ser parte de la naturaleza y no de contemplarla. La identificación que César busca con los animales se hace así esquiva al espectador, lo que no ocurre con la fricción que sentimos en la fábrica. 

Sea como sea, es algo que no encuentro solamente en esta película sino en otras recientes, como ¡Caigan las rosas blancas!, por ejemplo, y un problema por resolver frente a la presión que creo que afrontan los cineastas contemporáneos en tiempos en los que crece el poder del pensamiento académico para legitimar las películas, ante el debilitamiento de la crítica de cine. Lo atribuyo también a la generalización del nivel universitario de los estudios de realización y la consecuente adopción de este pensamiento como criterio orientador de los formación de los cineastas, así como de la selección de los festivales, en particular de los que se especializan en cine contemporáneo y experimental, cuyos programadores, formados también académicamente, hoy se autodenominan, en consecuencia, “curadores”. El problema es que los espectadores y espectadoras son dejados atrás de este modo, como si se les exigiera que estudien los textos para entender los filmes. 

Con Azul Pandora tenemos que retroceder décadas para sintonizar con el tiempo de Cuba, como nos lo hace sentir el blanco y negro que se viene utilizando en películas independientes recientes de ese país. Pasamos a la época de ascenso de las políticas de tolerancia de la diversidad sexual y la consecuente novedad, en términos cubanos, del personaje trans. 


Alan González se interesa de nuevo por la marginación de su protagonista. Es también el caso de la película por la que se lo conoce, La mujer salvaje (Cuba, 2023), y continuador de una tradición que en su país comprende filmes como De cierta manera (1974), de Sara Gómez, y El Fanguito (1995), de Jorge Luis Sánchez, el segundo en tiempos del “período especial” de ajuste económico y deterioro social, después del fin del subsidio soviético a la economía cubana, lo que ha marcado desde entonces la realidad decadente del sistema socialista. 

Formalmente, lo más resaltante de Azul Pandora son las semisubjetivas de la protagonista cuando se asoma al exterior de la casa enrejada en la que entendemos, entonces, que vive encerrada, como en una cárcel. Ponen al espectador o espectadora en ese lugar y punto de vista. Complementan esta impresión los planos que la muestran con relación al interior de la vivienda, que es amplia y cómoda. La marginación no es económica aquí sino moral. 

De ahí también lo más valioso de este cortometraje, que tiene algo de teaser de un posible largometraje con Pandora como protagonista. Me refiero al impacto que causa la mujer trans en su entorno por el atractivo sexual que ejerce sobre dos hombres cuyas diferencias los presentan como representativos de la masculinidad. Uno es muy joven, y con su patineta encarna un estereotipo universal extendido hacia Cuba; el otro es de edad madura, de los que parecen buscar aventuras fuera de la vida conyugal. Sus avances hacia la mujer trans, y la referencia al mito que hay en el nombre del personaje, expresan la fuerza oscura que adquiere la sexualidad cuando desborda los cauces de lo moralmente aceptado hacia la experimentación de lo otro, lo prohibido, lo que va en contra de la concepción de la naturalaleza impuesta por el orden social. Frente a esto, el niño que pone en brazos de Pandora una vecina y que permanece junto a ella se presenta como otro indicio de su natural feminidad. 

La cuestión con este enfoque es que es didáctico de un modo que mucho tiempo atrás había superado el cine cubano con su tratamiento poliédrico del problema de la marginalidad en De cierta manera, por ejemplo, combinando documental con ficción en particular. Quizás es algo de la tradición cubana que valdría la pena recuperar como distintivo, en el marco de esta homologación tardía con el cine internacional sobre la diversidad sexual. Forma parte de la tradición nacional también, sin embargo, la persecución de los disidentes de la heteronormatividad, como lo refieren los testimonios de Será inmortal quien merezca serlo (Cuba, 2024), de Nay Mendl, corto que estuvo en la competencia internacional del Festival de Oberhausen. La cuestión trans específica de Cuba no se entiende sin referencia a ese pasado.

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