Olivia y Una vez en un cuerpo
Por Pablo Gamba
En el Festival de Locarno se estrenaron en competencia Olivia (Argentina-Reino Unido-España, 2025) y Una vez en un cuerpo (Colombia-Estados Unidos, 2025). La primera es la ópera prima en el largometraje de Sofía Petersen, antes conocida por el corto Passing Place (Argentina-Reino Unido-España, 2021), que estuvo en los festivales de cine experimental Exis, en Seúl, y 25 FPS, en Zagreb. La segunda es un corto de animación de Ana Cristina Pérez, realizadora también de Todo es culpa de la sal (Colombia, 2021).
Olivia se filmó en 16 mm, en Ektachrome, en Tierra del Fuego, Argentina, y algo impresionante en ella es la fotografía, especialmente su trabajo con la oscuridad, y los contrastes entre los paisajes naturales y los principales espacios interiores: una casa alpina y un matadero. Fue también el primer largometraje para Owain Wilshaw, el cinematografista. La protagonista se presenta como una mujer joven que puede quedarse dormida en cualquier momento. Se podría identificar esto como narcolepsia, lo que me hace recordar al personaje de River Phoenix en My Own Priavate Idaho (1991).
También tiene Olivia algo de la deriva genérica de la película de Gus van Sant, que comprende la fantasía, el misterio y el terror gore, pero también el documental, el musical y el videoclip, y sobre todo la combinación de lo convencional con lo experimental. Otra fuente que identifico es Maya Deren, en particular por el juego de Petersen con el tiempo y el espacio, aunque no refieren al trance, como en el cine de esa realizadora, sino que tiene en la narcolepsia y la duración de los días y las noches, en una región tan austral como Tierra del Fuego, la motivación realista que los espectadores y espectadoras de películas convencionales podrían necesitar para entender.
Es también dereniana Olivia en lo ritual y, por ende, en el cuidadoso trabajo con lo simbólico. Es clave en la lógica narrativa, por lo tocante al sacrificio y al luto, puesto que la protagonista está atravesada por sentimientos de pérdida. La historia se desarrolla, en tensión con eso, como un viaje de búsqueda.
La importancia del espacio en la película de Petersen se hace patente desde el plano general, al comienzo, en el que vemos la triangular casa alpina de Olivia y su padre instalada en medio de un vasto paisaje despoblado. Trabaja el film con lo pequeño y lo grande, planos detalle y planos generales; los insectos que Olivia colecciona en la casa y la vastedad del exterior, y la reproducción en un bichito de lo que le pasa a una persona. El estado alterado de la protagonista da pie para jugar con las escalas: en una escena percibe como diferencias de tamaño la distancia de las cosas en el paisaje, como si fuera bidimensional.
También la luz es central en la construcción del espacio. Las figuras emergen dificultosamente de la oscuridad que las rodea constantemente y los planos a contraluz las hacen siluetas que refieren, por lo negro, al luto. Y así como se comprime bidimensionalmente en las siluetas, se expande el espacio más allá de lo visible en el ruido off de los planos cerrados, y con el sonido se construye, además, un paralelismo que conecta el matadero con la casa.
Otro dispositivo sonoro importante es la música diegética. Hay un canto que la vincula con el nacimiento, y por ende con la vida, y una escena de musical que la asocia a la integración de los grupos. Pero también hay una danza solitaria de Olivia en el bar, en la segunda parte, cuando suena en la rockola la canción “Alma de diamante”, de Luis Alberto Spinetta. Conforma un videoclip que puede ser clave para espectadores y espectadoras de un cine más mainstream.
Por lo que respecta al tiempo, los cambios de luz crean una representación incierta del paso de las horas, los días y las noches, principalmente en la casa, pero también en exteriores. La desestabilización se extiende fantásticamente hacia el pasado en la identificación de un personaje que parecía del presente en una foto de 1917. El misterio de la pérdida se ahonda así más allá de la motivación realista que lo asocia con el padre y la madre ausente del hogar.
Con esta incertidumbre se juega también en el reiterado uso del montaje paralelo, que es lo que distingue la primera parte de la película. No es posible saber si es sincrónico o no, si las relaciones son de simultaneidad o de analogía, como cuando vemos a personajes diferentes cruzar los mismos espacios. En este juego entran asimismo los planos que parecen parte de la construcción de un lugar al ubicar a un personaje en él, pero cuya función narrativa es la de presagio, lo que tiene otra lógica en el ritual del luto.
Espacio y tiempo convergen en la construcción de una tensión entre la estilización de lo simbólico, que se acerca a lo abstracto en las siluetas, y el realismo que, en algunas de las partes que se desarrollan en el matadero, se remarca recurriendo a actores no profesionales. Esto hace que sus interpretaciones no se perciban como propias de un contexto de ficción.
En ese lugar, al que llega buscando a su padre, que misteriosamente ha desaparecido, Olivia se conecta con la vida, con los trabajadores que la tratan con cariño y la ayudan.
Sin embargo, la tensión entre lo realista y lo simbólico también atraviesa el matadero, en otras partes que responden a la lógica ritual. Aparece allí, además, un personaje que cobra importancia en la segunda parte desplazado al padre, una mujer, asociada a la vida, pero también al luto, en planos que la sitúan en el presente, pero con indicios que llevan a dudar.
Más allá de señalar la pérdida y lo ritual, resulta difícil decir de qué trata esta película, qué nos quiere “decir”. Pero yo creo que justamente allí está lo valioso de Olivia, en cómo trata de ir así más allá de las historias habituales del cine en torno a una pregunta que no son capaces de responder sino con falsedad: ¿cómo afrontar pérdidas como la de un padre o una madre? Es algo que desafía a la razón no solo por cómo lo atraviesan los sentimientos de dolor sino por la imposibilidad misma de concebir el no ser de la muerte, como escribió Miguel de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida.
Pero también el reto planteado aquí es no repetir un cine experimental que pocos verían, como el de Maya Deren, sino hacer que espectadores y espectadoras que probablemente no están acostumbrados a eso disfruten haciendo otro tipo de trabajo, las conexiones a las que llama lo simbólico, las que pueden llevar también a la sanación en un ritual. En esa elevada cornisa se instala riesgosamente la ópera prima de Sofía Petersen, que se convierte en una película mucho menos disidente en la segunda parte y cuya música extradiegética suena reiteradas veces como un presagio de caída en el abismo. Por su narración se hace un lugar entre las búsquedas del cine contemporáneo latinoamericano, en particular entre las películas llamadas hoy “mutantes”.
Una vez en un cuerpo tiene un título que a mí me recuerda al western y podría entenderse como el duelo de una niña con su propio cuerpo, y también con su hermana y una amiga. La narración de la película de Ana Cristina Pérez tiene algo de iceberg, de lo que apenas se asoma de una dimensión más profunda y significativa. Me lleva a relacionarla esto con los psicodramas de Maria Silvia Esteve, que por uno de ellos, Criatura (Argentina-Suiza, 2021), ganó el Leopardo del Mañana en Locarno.
Pero no hay en este corto la espectacularidad de los de Esteve, y por su técnica de animación con óleo sobre papel se relaciona más estrechamente con dos películas colombianas recientes de temática corporal femenina y dirigidas por mujeres, Cuerpo de esta sombra (2024), de Andrea Muñoz, y La perra (2023), de Carla Melo. Hemos escrito sobre las dos en notas publicadas en Los Experimentos.
La apariencia infantil de las figuras de Una vez en un cuerpo, conjugada con las referencias pictóricas, es un lúcido correlato de la temática por la asociación que establece con los procesos de maduración. La película se destaca también por el trabajo con las metamorfosis, correlativas de la experiencia de la protagonista y narradora con su cuerpo. Es un recurso con el que Ana Cristina Pérez demuestra su habilidad en el dominio del arte que distingue la animación con técnicas tradicionales de lo más frecuente hoy.
Formalmente, sin embargo, me parece que el montaje es lo más significativo en la narrativa. Un solo plano-contraplano es clave para construir la confrontación con el doble misterioso que es el propio cuerpo. Pero sobre todo se destacan las interrupciones que dos cortes inesperados crean en la fluidez de las transformaciones plásticas y del relato de la voz en over. A la segunda de ellas la subraya el limbo negro que antecede la discontinuidad que hallamos en la representación infernal que le sigue. Son como los tajos del duelo, las heridas más hondas que plasman fílmicamente. Es en ellas que percibimos cómo lo que esconde el relato rasga la superficie y se asoma. El recurso considerado más característico del cine nos hace sentir así, sin mostrarlo, lo que la pintura no puede representar y la escritura literaria del guion no alcanza a decir.
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