Los días chinos

 

Por Pablo Gamba 

En el Doc Buenos Aires se estrenó Los días chinos (Argentina, 2025). Es el decimotercer largometraje que dirige o codirige Santiago Loza. Su ópera prima en este formato fue Extraño (Argentina, 2003), que ganó uno de los tres premios Tigre que se otorgaron en el Festival de Rotterdam, donde se estrenó. Recibió el Teddy, el galardón para películas queer del Festival de Berlín, por Breve historia del planeta verde (Argentina-Alemania-Brasil-España, 2019). 

Loza es una figura importante del cine argentino desde los comienzos del segundo nuevo cine, a principios de este siglo, aunque no tan relevante como otras. Gonzalo Aguilar, en Otros mundos, una de las obras de referencia sobre la materia, lo clasificó tempranamente como parte de un “cine anómalo”, “que no necesariamente se enfrenta a un orden sino que, sencillamente, se hace al margen de él”. Entre los “anómalos” sitúa también el crítico a Matías Piñeiro, acertadamente, aunque la erra con Mariano Llinás, porque si hay una figura que representa el enfrentamiento con el orden en el cine argentino es él. 

Esta marginalidad, expresada como intención de ir “a contramano de todo lo que sucede a gran escala en el cine contemporáneo”, según el crítico Roger Koza, tiene en Los días chinos un tono crepuscular que había percibido en su largo anterior, Amigas en un camino de campo (Argentina, 2023), que se estrenó en el Festival de San Sebastián. El motivo de la caída de un meteorito no se convierte en esa película en disparador de una historia genérica sino en correlato de otras huellas en las vidas de dos amigas en duelo por la muerte reciente de otra, y es la poesía la que da su lógica al relato, según Koza. 

La palabra es también la dominante en Los días chinos, pero en la dinámica formal que establece con las imágenes encontramos un alejamiento de la corrección fotográfica profesional, en los reiterados fueras de foco y el registro de las luces exteriores nocturnas, por ejemplo. Son consecuencia de la filmación a cargo del cineasta, que no tiene formación como fotógrafo. La voz en over personal encuentra un correlato en estas imágenes “de aficionado”, aunque el dominio del encuadre identifica al director de cine que es Loza. 

La película es resultado de una residencia que hizo en Shanghái. Se propuso la tarea de hacer una toma por día en esa ciudad. Declara al comienzo que el plan que se trazó era hacerlo aunque no hubiese nada que le llamara la atención. “Hacer una toma desde el mismo tedio, desde esa creencia”, dice y agrega: “La continuidad de las tomas daría un sentido a ese viaje”. También se impuso la tarea de llevar un diario, unas anotaciones cuya sucesión numerada estructura la parte central, puntuada también por los resultados del ejercicio que le propuso una amiga: escribir un poema todos los días. 

De la naturaleza antiturística de estos impulsos, y de la melancolía implícita en la sintomática mención del tedio sin otra justificación comprensible en un relato de viajes como este, surge una representación desencantada, distante, enrarecedora inclusive en los encuadres. De este modo consigue superar la peligrosa fascinación que puede ejercer el Lejano Oriente en el extranjero. 


Creo que Los días chinos dialoga en esto con Tokyo-Ga (1985), la película de Wim Wenders sobre Yasujiro Ozu, con su declarado propósito de “filmar como cuando cuando a veces abres los ojos: simplemente mirar, sin tratar de demostrar nada”, como dice el cineasta alemán. Me parece que Loza incluso homenajea a Ozu con puestas de cámara a la baja altura característica del maestro japonés, inexplicables por el contexto chino, y al ironizar la grandilocuencia industrial filmando un cuadro que representa un rodaje. Los giros del texto en primera persona, en la parte del diario, a la segunda que usa para referirse a sí mismo en el prólogo y el epílogo, me hacen pensar, a su vez, en el juego del punto de vista de la narradora y las cartas en Sin sol (Sans soleil, 1983), de Chris Marker, cineasta que filmó la capital del Japón como Wenders y que muestra la mitad de su rostro, generalmente oculto de la mirada pública, en una escena de Tokyo-Ga

Pero, como por lo tocante al misterio del meteorito de Amigas en un camino de campo, el reto de Los días chinos está en sostener la película sobre bases que el mismo argumento socava con el tedio. Se trata de hacer cine contra aquello que podría llevar al “cine” a la mayoría de los espectadores, a “ver” una película sobre China, pero no por las vías de una autocrítica del arte vanguardista sino de un desencanto melancólico. Y el problema es que esto parece imponerse aquí a la voluntad del cineasta, sobre la cual domina, como dije antes, la palabra, la voluntad del escritor que también es Santiago Loza. 

Se hace explícito esto en sus comentarios acerca de que esta podría ser su última película, algo que intuitivamente se relacionaría con una enfermedad de Loza, pero que se aclara después que es un mal de la Argentina. Dice que Los días chinos es una película sobre el descubrimiento de un país mientras que otro se derrumba, lo que refiere la melancolía al gobierno de extrema derecha de Javier Milei, que ha hecho de la destrucción del Estado su política, lo que incluye el desmantelamiento del fomento y la protección del cine nacional. 

La película se percibe, entonces, como conformada en torno a síntomas reveladores de este trauma que abate y lleva a la parálisis. Quizás lo más profundo es la omisión, el bloqueo de la reflexión en torno a la causa, en tanto revelador de la imposibilidad de superarla políticamente desde la “anomalía” que no lleva al enfrentamiento sino a la marginación. Lo que encontramos también en Los días chinos es, por tanto, un síntoma del estado actual de este cine.

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