Merrimundi y El origen del mundo
Por Pablo Gamba
Merrimundi (Chile, 2025) y El origen del mundo (Argentina, 2025) son cortometrajes que se estrenaron en la sección Horizontes del Festival de Venecia. El primero lo dirigió Niles Atallah y es su segundo corto posterior al estreno de su primer largometraje, Rey (Chile y otros países, 2015), en el Festival de Rotterdam, donde obtuvo una mención especial del Premio Tigre. El segundo es de Jazmín López, que ganó el Premio Especial del Jurado en la competencia internacional del BAFICI por Leones (Argentina, 2013).
En Merrimundi Atallah sigue desarrollando la línea de animación experimental posterior a Rey, la del corto Vitanuova (Chile, 2023) y su segundo largo, Animalia paradoxa (Chile, 2024), que se estrenó en Rotterdam, como el primero, y donde con la animación se conjuga la performance. Hay en estas tres películas referencias reconocibles al pionero del cine con marionetas Vladislav Starevich, a los hermanos Stephen y Timothy Quay, y a Jan Švankmajer. Merrimundi vuelve también a los vínculos con el musical que fueron fundacionales para la animación que sigue el modelo de Walt Disney. Pero lo hace para subvertir este paradigma y, explícitamente, en la declaración del realizador, el orden atrofiante que impone la algoritmización de la cultura.
El cine con marionetas se conjuga en Merrimundi, mediante la tecnología digital, con las metamorfosis características de otras técnicas, como el dibujo animado o la animación con plastilina y los títeres, cuyos manipuladores vemos operar como fantasmas negros. Las mutaciones se hacen extensivas a la imagen, con una deriva entre lo fílmico, el video analógico, el videoarte y el cine digital hasta llegar al ruido, lo que entiendo que se hace también digitalmente. Se expanden las sensaciones visuales y auditivas hacia lo táctil, lo háptico, como es propio del trabajo con las texturas en la obra de los Quay y Švankmajer.
Las letras de las canciones están en “latín y otras lenguas”, según la página del Festival de Venecia. IMdB las identifica como indonesio, francés, italiano e inglés, pero hay más en acumulación caótica. Se subvierte también la relación entre personajes y ambiente, marionetas y maquetas, haciendo del espacio limbo negro o una construcción de “paredes” hechas con partes de muñecos, aunque el relato se desarrolla como el recorrido de un cosmos imaginario que va hacia profundidades submarinas y se eleva en un viaje espacial. Pero este delirio está en tensión también con tópicos reconocibles del musical animado como el despliegue de la letra de las canciones en la pantalla con una bolita para ayudar a seguir la letra al público que cante acompañando el film, aunque evidentemente es muy difícil que pueda hacerse en este caso.
“El cosmos es un niño que juega un juego, una y otra vez”, dice una de las voces de Merrimundi en una lengua que no recuerdo. Apelando a la modelización como herramienta del análisis, diría que la historia es una alegoría del chispazo y el vuelo de la imaginación por el universo que crea jugando. Se hace extensiva al espíritu con las figuras de los querubines y diversas alusiones sutiles a la alquimia. Es una imaginación y espiritualidad que son vida, además, crean un mundo viviente que percibimos sobre todo en las “paredes” mencionadas. El desarrollo formal sigue una lógica biológica, vegetal, del florecimiento a la putrefacción y al renacimiento, lo que instala la pieza en las exploraciones contemporáneas de lo mutante y los posthumano, y pardójicamente es también reconocible ya como un tópico del cine autoral radical, un lugar común en Merrimundi.
El impulso vanguardista hacia la búsqueda de lo nuevo en el arte y de expandir el alcance de lo imaginario, y por ende de la vida, se canalizan aquí también de un modo que no desafía por completo el orden de las instituciones de la cultura, como en las vanguardias, aunque sí sus algoritmos. Aprovecha los márgenes de tolerancia de uno de los festivales más grandes y el más conservador de los tres, que es el de Venecia. Pero, aun en el contexto de las negociaciones de la radicalidad que la hacen posible, Merrimundi es una obra notable por la manera como empuja la expansión de lo imaginable y posible con las técnicas tradicionales y las tecnologías de hoy.
En El origen del mundo estamos también frente a una pieza de resistencia, en este caso no a la algoritmización de la cultura en el presente sino al secular patriarcado. Es, además, una película en la que la “segunda modernidad” (Isaac León Frías) contemporánea vuelve al tópico de hacer visible el rodaje. Se trata de un cine en el que la película se confunde con su making of, cuyo ejemplo emblemático argentino es Los rubios (2003), de Albertina Carri.
El rodaje es de un plano que replica la pintura homónima (1866) de Gustave Courbet. En ella el centro del cuadro lo ocupan los genitales de una mujer desnuda, apenas cubierta por una sábana que deja ver también uno de los senos, mientras que la cabeza, y por tanto el rostro, motivo habitual de los retratos, queda fuera del marco. Es una imagen en torno a la cual hay la historia de la disputa de dos artistas en torno a una modelo de ambos. En ella la pintura se inscribe como una demarcación del territorio, el “esto es solo mío” de Courbet frente al competidor laboral y sexual. Lo escuchamos en los diálogos en off de las mujeres que participan en el rodaje, la ficción del corto. Conocemos por ellas el nombre de la actriz y la sentimos respirar. Restituye la humanidad al pedazo de carne abierto al goce del macho como se la representa en el cuadro de Courbet, y los aplausos al final del rodaje reconocen en Leila Loforte su trabajo de interpretación de la modelo.
Pero lo más significativo es la diferencia el despliegue crudo, full frame, del plano, dejando ver el que la cinematógrafa identifica como un detalle incorrecto de iluminación; ajustando un poco el encuadre, inclusive, sin cortar, crudeza que percibimos también en el sonido. Son los detalles en los que el cine fija con mayor claridad su posición ante la pintura, cuestionando la coartada del realismo de Courbet, subrayando la voluntad de enmarcar a la mujer tal como lo hace en el cuadro por referencia al reencuadre cinematográfico posible.
El origen del mundo denuncia así el machismo performáticamente, fílmicamente, como Luis Ospina y Carlos Mayolo la pornomiseria en Agarrando pueblo (1977), además de en el manifiesto ligado al film. El encuadre es un gesto que le quita a la misoginia su máscara de arte, revelando su verdadero interés. Se homologa con el de la artista Deborah de Robertis, que intervino en 2024 con un “Me too” el cristal que protege el cuadro de Courbet, cuando se exhibió en el Centro Pompidou-Metz. Exhibido el corto en Venecia, el gesto tiene lugar en un espacio de prestigio aún mayor. Creo, sin embargo, que la tolerancia está referida a que no causa daño al patrimonio, a la propiedad, y es como algo que le pertenecía que Courbet pinto los genitales en el cuadro.
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