Conversación con Ana Edwards

 

Por Pablo Gamba 

Ana Edwards participa con La partida de las imágenes (Chile-Francia, 2023) en Light Matter Buenos Aires, la muestra del festival de cine experimental estadounidense que se presenta el 22 y 23 de noviembre en el Kino CNB de la Casa Nacional del Bicentenario. Se estrenó en CPH:DOX, en Dinamarca, y estuvo en Curtas Vila do Conde, en Portugal, y el Festifreak de La Plata, en Argentina, entre otros festivales. Es el tercer cortometraje de Edwards que, como artista, ha trabajado también la videoinstalación, el performance y el libro. 

La partida de las imágenes es una película etnográfica experimental, rodada en 16 mm, sobre el sueño de los mapuches, con Belisario Pitriqueo y su familia, que viven en Icalma, en Chile, cerca de la frontera con Argentina. Edwards la hizo en Le Fresnoy, estudio de artes contemporáneas en el que se han formado otros cineastas latinoamericanos, como Ana Vaz, Laura Huertas Millán, Felipe Esparza, Camila Rodríguez Triana o Janaina Wagner, por ejemplo. Ben Rivers, que es hoy una de las figuras más destacadas del cine experimental, en particular por sus películas sobre personajes que viven en los bordes de la sociedad y los lugares donde habitan, fue acompañante artístico del proyecto. 

“Esto es, en el fondo, un motor en todo mi trabajo: intentar desestabilizar universalismos homogeneizantes que provienen del colonialismo. La desestabilización de las ideas del mundo como apariencias y formas estables”, escribió la cineasta acerca de este film, y agregó: “Fue ahí donde empecé a explorar cómo para los mapuche el sueño, el dormir y el cuerpo eran muy distintos de las nociones occidentales sobre lo mismo. Todo eso me interesa tanto en términos artísticos como políticos, pero también personales, como una forma de aprender y desaprender, de educarme y des-educarme”. 

Aunque es la primera película en la que Edwards trabajó con el soporte fílmico y ella misma la filmó, se destaca por la belleza de su fotografía en condiciones de baja luz. Sobre esta base y el montaje, que es clave para crear una impresión de falta de solución de continuidad entre los personajes, el lugar donde viven, los animales y la imaginación de sus sueños, impregnada de la materialidad del soporte, el corto tiene un tono poético que, a mi manera de ver, se aparta significativamente de los clichés del cine etnográfico, así como también de lo que he visto en otras películas realizadas en Le Fresnoy. Ese es otro detalle que la hace llamativa para mí.


“El link entre etnografía y cine experimental es un lugar que me permite escapar del hablar sobre. Me permite acercarme a algo de forma mucho más abierta, más libre. Se aceptan las contradicciones, las cosas no claras, las confusiones, y eso es algo que amo en la manera de pensar, de abarcar las cosas, si uno se ve a meter en mundos ajenos” 

—¿Cómo es, para ti, la relación entre cine experimental y etnografía? 

—Siempre estoy en ese punto medio entre el cine experimental y la etnografía. Tengo un particular interés en los significados no observados. En cualquier caso que voy a hacer etnografía o que me acerco a realidades, siempre veo un espacio muy abierto, sensorial y multidimensional. El cine experimental es la única herramienta que encuentro para abordar eso, para pensarlo y para proyectarlo. Se abre al lado más emocional, a lo inesperado. 

—La etnografía me sirve mucho de primera, para enfrentarme al tema o para prepararme. Pero, una vez que llego al lugar, me tengo que olvidar de todo. Tengo que cambiar el switch y entrar en modo sensorial. 

—Háblame un poco del acercamiento del cine al sueño en este trabajo. 

—Empecé a entrar en el tema porque leí unos artículos de antropología médica sobre cómo el soñar mapuche implicaba una diferencia ontológica fundamental en lo que significaba el cuerpo, el sueño, el dormir. Yo venía con una inquietud por desestabilizar los universalismos acerca de qué entendemos por sueño, todos esos conceptos que recién nombré. Uno los tiende a homogenizar en el mundo occidental, y entrar en ese mundo me rompió eso. No son conceptos para nada universales. A través del sueño podía entrar a esas concepciones, no sé si de otro mundo, pero sí ontológicamente diferentes. 

—Cuando llegué a ese lugar, con toda esa investigación previa, empecé a preguntar, a conversar mucho sobre los sueños, y a entender que son una red de comunicación entre todo lo vivo en un mundo espiritual. Los sueños son una tecnología de comunicación que se manifiesta a través de imágenes, y hay que saber leerlas. Por eso hay gente mapuche que se especializa en la lectura del sueño. Entonces, empecé a trabajar sobre las imágenes haciendo imágenes, en cómo los sueños se manifestaban en imágenes y yo podía trabajarlas así. 

—Ahí entré en algo que me interesaba mucho, y era cómo podía desestabilizar las imágenes. Un poco no sabía lo que estaba haciendo. Era de una forma muy receptiva, una mezcla de temporalidades, encuadres, montaje, sonido y la desincronía del sonido que me permitía el 16 mm. Todo eso me permitió desestabilizar la relación tan acostumbrada que tenemos con las imágenes y entrar a un campo más onírico, en forma y contenido. 

—Lo que dices del sueño de los mapuches es muy interesante y, para mí, completamente desconocido. 

—En el mundo mapuche, al menos en lo que yo accedí, los sueños son una red espiritual que comprende espíritus de los muertos, de las personas vivas, del lugar, del agua, del pehuén, que es el árbol de la araucaria... Todo lo que me decía don Belisario, que es con quien me quedé, todo en el mundo, tiene un doble espiritual, y la manera de conversar con ellos son los sueños. Lo que me decía don Belisario es que él sueña, ve imágenes, y sabe que, si se le aparece una señora con un sombrero verde, por ejemplo, es el espíritu del pehuén. Es una forma de relacionarse con el territorio importantísima. Me contaba ejemplos de gente que deja el pueblo o que tiene que volver por cosas que vienen en sueños. En el fondo, es una red viva que permite el equilibrio del mundo, que se mantiene a través de una relacionalidad cotidiana. 

—Hoy las imágenes no aparecen. Don Belisario me decía que ya no le aparecen. Por eso la película se llama La partida de las imágenes. ¿Por qué? Porque han molestado tanto a los espíritus que se van. Se los ha molestado con el turismo, el monocultivo, con todo lo que sabemos, y los espíritus se van a la montaña, lejos, arriba, y el lugar no puede vivir sin ellos. Entonces, empieza a secarse, a morir, lo que me parecía un postulado ecológico impactante. 

—También los dejan solos a ellos, a los mapuches. 

—Don Belisario me hablaba también de otra concepción de la visión. Me decía que tenía un hijo que había muerto, y que lo veía. Los curas venían a decirle que los ángeles tienen alas, pero el decía que es mentira, que nunca había visto a su hijo con alas. Es realmente otra concepción de la visión. Ahí esto se encuentra mucho con el cine experimental. Es un cine que, para mí, tiene mucho que ver con el ver, el sentir, el oír, y me abría el interés en cómo hablar sobre eso con ese medio. 


—Hay tradiciones en el cine que parecen ineludibles para acercarse a cosas como estas. Una es el surrealismo, que no es ajeno a la etnografía, por ejemplo, a Jean Rouch. Otra podría ser el cine chamánico de Raúl Ruiz. ¿Alguna de estas fuentes te pudieron ayudar? 

—No tuve tantas referencias. Pero una que recuerdo y que fue fuerte fue Payal Kapadia, porque tiene un pace, un ritmo que me llevaba a esa tranquilidad que había en el lugar. Era ese tipo de referencia; más que narrativa, de una sensación. A Raúl Ruiz lo amo. No lo conozco tanto, pero me encanta. 

—¿Alguna referencia de Ruiz que pudiera ser clave para ti? 

—No la veo como una referencia, pero Palomita blanca (Chile, 1992) es mi película favorita. 

—Algo que me sorprendió gratamente es que vienes de Le Fresnoy, pero La partida de las imágenes no me pareció una película de esa escuela. Quizás se parece más al cine de tu orientador en el proyecto, que es Ben Rivers. 

—Tampoco se involucró mucho. Venía una vez al mes y hacía un seguimiento. 

—Pero vi cosas de la relación con los lugares que me hicieron pensar en él. En todo caso, como no se me parece mucho a las películas que he visto de ese estudio, quisiera preguntarte cómo lidiaste con Le Fresnoy y con Ben Rivers. 

—Creo que les costó confiar. En mis procesos tengo cero certezas. Me bajo del bus, toco puertas… Cuando estoy planeando la película, ni siquiera conozco a las personas. Para el Fresnoy, hay dinero involucrado, mucha gente también. Yo los entiendo. Necesitan tener certezas. 

—Yo era un factor de riesgo también porque, en general, la única forma que me funciona es hacerlo todo yo, la cámara, el sonido, todo. Ellos están acostumbrados a que los equipos sean más grandes, a que haya un sonidista… Yo, en cambio, necesito la intimidad y la privacidad necesaria para poder conectarme con las personas. Para mí hubiera sido medio imposible tener un sonidista. Preferí que el sonido fuera peor, menos calidad pero más intimidad. 

—Los subtítulos en inglés lo arruinan un poco, pero hay partes en las que tienes que hacer un esfuerzo para entender a don Belisario, y eso me gusta. 

—Belisario habla mapudungún, y su español no es tan claro. 

—Otra cosa que me llamó la atención es que es una película con mapuches, pero que no parece una película sobre un indígena o un pueblo originario. 

—Eso es muy importante para mí. El link entre etnografía y cine experimental es un lugar que me permite escapar del hablar sobre. Me permite acercarme a algo de forma mucho más abierta, más libre. Se aceptan las contradicciones, las cosas no claras, las confusiones, y eso es algo que amo en la manera de pensar, de abarcar las cosas, si uno se ve a meter en mundos ajenos. Me parece que es un principio ético fundamental no intentar hablar sobre otro. No tengo interés en eso, aunque quizás al final lo hago un poquito. 

“La parte política, el conflicto, es tan grande y tan complejo que no sabría cómo manejarlo desde allí. Prefiero hacerlo desde lugares más suaves, que te dejan entrever cositas. Esto puede sonar un poco naíf, pero a veces pienso que, por hablar desde una perspectiva, dejamos de hacerlo de otras cosas que son importantes igual” 

—Acá dejaste fuera de campo el conflicto de los mapuches, aunque está sobreentendido en la pérdida de su mundo, el de los espíritus. ¿Por qué esta decisión, siendo ellos un pueblo que está en lucha por necesidad de mantener su propia existencia? 

—Primero, porque no creo que todo lo que se haga tiene que ser de eso. Pero también porque me queda grande. La parte política, el conflicto, es tan grande y tan complejo que no sabría cómo manejarlo desde allí. Prefiero hacerlo desde lugares más suaves, que te dejan entrever cositas. Esto puede sonar un poco naíf, pero a veces pienso que, por hablar desde una perspectiva, dejamos de hacerlo de otras cosas que son importantes igual. Encuentro lindo poder hablar desde diferentes ángulos, aunque sé que es muy importante no perder ese otro, el del conflicto, que es supercomplicado. 


—Volviendo a eso de las contradicciones que decías, me llama la atención que tu acercamiento espontáneo a lo real sea en este caso con el 16 mm, que impone una planificación por razones como la duración posible de los planos o la cantidad limitada disponible de película para filmar. 

—Fue un gran desafío porque yo venía de todo lo contrario. En el máster de Antropología Visual [en la Universidad de Manchester, en el Reino Unido] hice mi película anterior, que se llama Mundo (Chile, 2020), y era tener la cámara y grabar, grabar, grabar. Después, elegir en el montaje. Esto me quitaba aquello que, para mí, era una herramienta increíble, poder tener la cámara largo tiempo prendida. Pero entré en ese otro misterio, que de alguna forma me permitía jugar más con la materialidad. 

—No conocía tanto el medio. Casi toda la película está grabada entre horas de casi noche o antes que amanezca, y no sabía bien cómo iba a reaccioar el fílmico. Eso significaba más estrés, pero también un misterio, porque me enfrentaba a una nueva manera de trabajar. Me encantó también el juego con el sonido, que esté en desincronía. Trabajar con esas imágenes oscuras y matéricas me ayudaba también a desestabilizar el significado de las imágenes. 

—Lo que dices me lleva a pensar que usaste el fílmico con un interés expansivo, de explorar otras cosas. Pero también tiene sus limitaciones. ¿Cómo te manejaste con ellas? 

—Usé casi todo lo que grabé, el 80 %, si no el 90 %, y me sobró película. El lugar era tan íntimo, y estaba metida en una familia, por lo que tampoco podía estar todo el rato con la cámara prendida. Calzaba que filmara poco para ser menos invasiva también. No quería molestar más de la cuenta. 

—Ellos, sin embargo, estaban supercómodos con la cámara. Antes de empezar a filmar, anduve como tres semanas, un mes, buscando gente. Estuve con gente que era muy hermosa, que hablaba pero que no quería ser filmada. Llegué a ese lugar un poco desesperada, pensando que no iba a encontrar a nadie. Pero siempre uno encuentra. Don Belisario me dijo que sí de una. La primera escena que hicimos, el primer día, fue en la que está él durmiendo, en una pieza muy oscura con una luz chica, bien precario el equipo. Una amiga que me acompañó tenía la luz. Don Belisario es el mejor actor del mundo. Que no durmiera, que abriera un poquito los ojos era, para mí, la perfección. 

—¿Para qué crees que se presta mejor el fílmico y para qué el digital? 

—A mí, en general, el digital HD me aburre. Quedé saturada, y no sé muy bien lo que es. No lo tengo claro, pero sé que me produce poco interés. Sin embargo, hay películas que me encantan así. Cada cosa tiene su brillo. Ahora estoy interesada en el 360, pero también en el fílmico, mucho. 

—¿Por qué te interesa el 360? 

—Es también por eso de la percepción. El 360 entrega otra relación con la atención. Me interesa por eso: uno pierde un poco el punto de vista único. Se hace más amplio, y tengo ganas de explorar ahí. Es muy diferente del fílmico, pero igual es un interés en desestabilizar o empujar un poco los límites de la percepción acostumbrada. 

—En tu presentación como cineasta mencionas tu interés en el modo de habitar el mundo. Quisiera que, para finalizar, me hablaras un poco de eso y del vínculo que tiene, si es el caso, con las humanidades ambientales en boga. 

—Una fuerza fundamental en mi trabajo es la pregunta sobre la ecología, las relaciones de los seres humanos con sus entornos. Fácilmente se entra en clichés cuando se habla de ecología o de ambientalismo. Se vacían tanto esos conceptos que es como no saber de qué estamos hablando. Tim Ingold, por ejemplo, y toda esa teoría que viene de la Antropología, trata de dar vuelta lo que significa estar vivo, las relaciones entre todos los seres. Eso me interesa un montón. 


—¿Qué puede aportar a eso el cine? 

—Antes de estudiar Antropología, me faltaba demasiado la inspiración para hacer películas. En la Antropología encontré toda mi inspiración, pero me llega hasta ahí. No me dan ganas de escribir papers. Me brilla la cabeza leyendo Antropología contemporánea, y lo desarrollo a través del cine. Mi camino personal es seguir esas ideas y tratar de corporizarlas en una investigación más propia, en la que se mezclan todas estas teorías. 

—Me dejas con un interés por conocer alguna de esas ideas. 

—En este caso era un antropólogo chileno, Cristóbal Bonelli. Él trabajaba en una comunidad mapuche, en el sur de Chile, donde un señor tenía problemas de sueño, fue al doctor y le dieron píldoras. Entró en un conflicto gigante porque no podía despertar y, para él, tener pesadillas significa la visita de un espíritu que puede ser muy peligroso. Trae riesgos vitales. Ese fue el motorcito que avivó esta idea, desde ahí entré. Se lo dije a este antropólogo, y fue muy lindo porque, cuando vio la película, me dijo que estábamos en la misma, pero desde lugares diferentes. Hay cosas que un paper antropológico no puede decir, y yo no puedo decir cosas como las que dice él en un artículo.

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