Conversación con Francisco Rojas
Por Pablo Gamba
Francisco Rojas participa con Variaciones sin forma (Chile, 2025) en el festival de cine experimental Light Matter, uno de los más importantes de los Estados Unidos, que se celebra del 7 al 9 de noviembre en la ciudad universitaria de Albert, en el estado de Nueva York. Del 23 al 25 del mismo mes se presentará por tercer año consecutivo una muestra de Light Matter en Buenos Aires, en el Kino CNB, la sala de la Casa Nacional del Bicentenario.
Variaciones sin forma es una película sobre crepúsculos, el mar, las rocas contra las que rompen las olas y los árboles cercanos a la playa. Son imágenes icónicas, lugares comunes del paisaje, pero que aquí se presentan en un constante flujo y a partir de las cuales Rojas busca la abstracción, explorando los contrastes de colores, el ritmo de las olas, y el juego entre la planitud y la impresión de volumen.
Una inclinación mayor hacia lo abstracto había en su pieza anterior, A Sense of Nothing (Chile, 2024), que estuvo el año pasado en Light Matter Buenos Aires. Es una búsqueda característica de su obra, que comprende, entre otros, los cortos Parcialmente obscurecido (Chile, 2022) y Sea of Glass (Chile, 2024).
Rodada en 16 mm, Variaciones sin forma se estrenó en marzo en Doc Films, en Chicago, como parte de un programa que incluyó cortos de Rose Lowder. Se presentó en agosto Parmakültür en Estambul, Turquía, en un programa dedicado a Rojas en cuyas notas se lo identificó como uno de los cineastas importantes en el panorama actual del cine experimental, lo que quizás comienza a ser. A Sense of Nothing estuvo en el festival Crossroads de la Cinemateca de San Francisco, y sus películas se han presentado también en el Ficvaldivia y Frontera Sur, en Concepción, Chile, entre otros festivales.
Rojas, como tantos cineastas experimentales latinoamericanos, llegó a hacer películas de este tipo inspirado por la obra de los grandes maestros de la tradición norteamericana, en su caso Stan Brakhage y Michael Snow en particular. Ha hecho de la difusión de este cine una labor paralela como crítico y programador. Junto con la cineasta Javiera Cisterna, fundó en 2022 el cine club La Región Central en Santiago, que el 5 y 6 de noviembre presenta en 16 mm la película de la que toma su nombre, La région centrale (Canadá, 1971), de Snow, junto con Seated Figures (Canadá, 1988) y la última película que realizó el cineasta canadiense, Cityscape (Canadá, 2019). Las presenta en Chile su viuda, la crítica y curadora de arte Peggy Gale.
“Cada vez pareciera que hay menos espacio para el cine experimental, para películas que no se proponen hacer declaraciones indiscutibles, que pueden ser interpretadas de diferentes maneras o que están más allá del dominio de la palabra. Eso ya no existe como existía hace cuarenta o cincuenta años”
—¿Cómo llegaste a la confluencia de tus intereses en el paisaje y la abstracción en tu cine? Hay varios caminos que pueden conducir allí en la tradición del cine experimental y quería saber cuál ha sido el tuyo.
—La verdad es que nunca he tenido muy claro por qué hago lo que hago. Son las cosas que me gusta ver. A veces basta con estar en el lugar, conectarse emocionalmente con lo que uno ve. Uno trabaja con lo que tiene, con lo que uno encuentra ahí. Me gusta la abstracción y me encanta trabajarla, pero no lo hago porque sea un gesto conceptual o porque haya gente que crea que estamos resistiendo al hacer este tipo de películas. La verdad es que yo me conecto emocionalmente con las cosas.
—Esta película es la más de paisaje que he hecho en mucho tiempo. Las otras son más abstractas. Pasó que me encontré con esa imagen que parece muy icónica, del océano y la pared de roca, y los árboles al frente y, simplemente, me fascinó. Una semana que estuve de vacaciones con mi papá, con mi familia, pasaba por ahí todos los días y fue como si pudiera trabajar con eso.
—En ninguna de las películas que he hecho en los últimos cinco años he tenido un guion, en el sentido de tener como una maqueta en mi cabeza de lo que va a ser la película. No me digo que voy a hacer una película de esto o aquello, que voy a hacer un flicker film. No. Yo registro lo que veo, y trato de que el gesto de filmar se acerque a la fuerza que me genera el mirar. Después toca el montaje, que es lo más entretenido de hacer cine para mí.
—Me parece curioso que un cineasta tan sensorial de la mirada diga eso del montaje.
—Es donde se configura la película, donde realmente se construyen cosas, se reformula lo que está ahí. Uno puede tener la imagen más bonita del mundo, pero, aunque quizás alguien se lo proponga conceptualmente, la imagen no es infinita. Hay que ponerle una duración. Eso es hablando de una sola imagen. Si uno tiene dos, hay un orden, cuál va primero y cuál después, y si una dura mucho y la otra muy poco, se va a disminuir la fuerza de una sobre la otra. Ese juego lo encuentro muy estimulante, muy entretenido. Es lo mismo que pensar en una pintura de Pollock: lanzar unos pincelazos, pero evitar hacer el lienzo. Encontrar la cuadratura del canvas, eso es editar, para mí al menos.
—Es verdad que puede parecer raro que me interese más el montaje. Al final, hay dos artesanías diferentes. Por eso me gusta tanto el cine, porque puedo llamarlo “multidisciplinario”. Me toca jugar con la imagen en el momento de la fotografía, poner un prisma, el ojo de pescado, filmar con lente o sin lente. Después, me toca todo lo otro, que es terminar de darle forma a la escultura. Son dos procesos muy diferentes y muchas veces me pasa que estoy editando material que filmé el año anterior o dos años atrás. Ahora estoy terminando una que filmé en 2021. Pareciera que quiero mucho vender la película, pero a veces uno siente que el material está tan bueno que uno no sabe cómo editarlo.
—El año pasado hablé con David Gatten sobre uno de los proyectos últimos que está haciendo, y encontré muy divertida y bonita la forma en que él decía que la película no estaba lista: “It’s waiting for me to arrive”. Todo el material está allí, pero la forma está esperando a que yo llegue. Por eso es tan maravilloso lo efímero del cine, el momento del eureka en que la forma aparece, se te presenta, y tienes que tomarla ya porque, si no, desaparece.
Variaciones sin forma
—Veo que en esta época de tanta academización del cine experimental, te inclinas por el lado intuitivo. ¿Es una respuesta consciente a tendencia que hoy existe de hasta acompañar las películas de una bibliografía?
—No es consciente la forma en que trabajo, pero sí soy consciente de que eso está pasando, y no me gusta. No es solo la lógica de la bibliografía o que hay que leer algo. A mí me encanta leer, pero siento que ahora en el cine experimental hay, no sé si miedo a ser misterioso, pero sí un temor a no ser claro. Pareciera que “competimos” con las ficciones, los documentales, los reportajes que Netflix pone como documentales o las películas “experimentales” que llegan a los festivales clase A, pero que también son documentales con imagen jugada. Por más que han salido un par de películas buenas de allí, hay que decir que el Laboratorio de Etnografía Sensorial de Harvard destruyó el cine experimental como lo conocemos. Ahora todos quieren hacer películas así, hacer documentales y jugar un poco con la cámara. Eso no está mal, pero se ha convertido en una fórmula.
—Cada vez pareciera que hay menos espacio para el cine experimental, para películas que no se proponen hacer declaraciones indiscutibles, que pueden ser interpretadas de diferentes maneras o que están más allá del dominio de la palabra. Eso ya no existe como existía hace cuarenta o cincuenta años.
—Sin embargo, podría decirte que eres cercano al pensamiento filosófico actual en torno a la imagen que no puede ser identificada verbalmente. Es uno de los posibles caminos hacia la abstracción que mencionaba al comienzo.
—Me interesa mucho hacer imágenes que no puedan ser reducidas a palabras. Ver una imagen y que sea solo una sensación, que ni siquiera pueda identificar lo que está ahí, eso me encanta. Filosóficamente, no te podría decir que yo comulgo en este pensador o con este otro, pero sí que para mí es importante entregarse a esa masa de estímulos que no podemos definir. Eso también despierta la imaginación, la curiosidad. Quizás es de eso que estamos careciendo como disciplina.
—Te lo preguntaba porque me parece que en el cine experimental se han instalado agendas que se desprenden de ciertas inquietudes del pensamiento contemporáneo. También está la del ecologismo, por ejemplo.
—Quizás eso viene de los manifiestos: tengo un texto, y hago una película alrededor de ese texto. A mí me resultaría extraño perseguir la abstracción afirmándome, incluso filosóficamente, en un texto. Al final, si uno lo puede entregar en palabras, no hace falta que lo entregue en imágenes, sobre todo en esta sociedad.
A Sense of Nothing
—Mi búsqueda es personal. Obviamente, detrás hay mucha gente que me ha inspirado. Toda la vida hemos querido imitar a alguien. Hay algunos a los que una vez quise imitar, y me di cuenta de que no podía. Es parte de lo que hago. Pero no pretendo que estas obras sean más que estas obras.
—Un cineasta al que has tratado de imitar siempre es Brakhage.
—Pero es imposible, Brakhage es inimitable. Yo estudié cine para hacer ficciones y ser el nuevo Stankey Kubrick, el nuevo Cassavetes. Me gusta más Cassavetes y todavía me encanta, pero, cuando descubrí a Brakhage, ese era realmente otro camino. Nunca se ha tratado de hacer películas como él, pero sí que me remitan a la energía que encuentro cuando veo esas películas. Sí me pasó una vez, y me da mucha vergüenza decirlo, con un corto de la universidad que hice en el subterráneo, en el Metro. Cuando un día me senté a ver The Wonder Ring (1955), me di cuenta de que tenía tres cortes que eran exactamente iguales. Lo copié, y no me había dado cuenta.
—Tengo ahora aquí, en mi casa, a la viuda de Michael Snow y me contó que, hace un par de años, Bruce Elder fue a ver con ella y con Snow una de Stan Brakhage que se llama The God of Day Have Gone Down Upon Them (2000), una de las grandes obras de finales de su carrera, y una de las pocas no pintada a mano de la época. Al terminar la película, Snow le dijo a Elder: “Oye, Bruce, ¿no te interesaría comprar una Bolex? Voy a vender la mía. Ya no tiene sentido seguir haciendo películas después de esto”.
—Quisiera ir ahora hacia algunos detalles de Variaciones sin forma. Uno es cómo trabajas el flicker, que me recuerda el parpadeo del ojo. Ahí la fuente también sería Brakhage, ¿no?
—¿Será parpadeo? La verdad es que nunca siento eso. No sé si trato de imitar un parpadeo. Al final, es una cámara. Pero sí se podría decir que la cámara está parpadeando y que el material está parpadeando. Hay veces que me pongo a mirar al sol con los ojos cerrados, o me pongo a parpadear cuando veo la luz del sol, y hay cosas que quedan ahí. Aunque me queman un poco los ojos, me gustaría hacer algo así. Pero la verdad es que no sé si es simular un parpadeo o tributar al efecto que provoca un parpadeo. Para bien o para mal, las cosas que uno ve con los propios ojos, los efectos visuales que se van viendo, a veces metiendo la cabeza debajo del agua con los ojos cerrados, ese tipo de cosas, los diferentes colores, son irreplicables en cámara. Pero uno trata de acercarse lo más posible estética y emocionalmente, más que físicamente.
“Me gusta pintar la imagen porque en cierto modo genera, no sé si una distancia, pero sí un poco esa lógica de abstracción. Lo que vemos no es real. Uno no sale y encuentra el mundo azul”
—También me llamaron mucho la atención el color y el ritmo, en particular unos ralentis que percibí en la pieza. ¿Me podrías hablar un poco de eso?
—En mi casa tenemos dos estuches llenos de filtros y siempre termino usando los mismos tres: azul, amarillo y rojo. A veces, solo a veces, verde. Hay un montón que tienen un poquito de rosa o son solo cristal, pero solo uso los colores primarios y el verde. Quizás es porque son colores imposibles. Es difícil encontrar en la naturaleza un rojo verdadero o el azul que imaginamos.
—Me gusta pintar la imagen porque en cierto modo genera, no sé si una distancia, pero sí un poco esa lógica de abstracción. Lo que vemos no es real. Uno no sale y encuentra el mundo azul. En cualquier clase de arte te pueden decir que el rojo es pasión y el azul tristeza, pero para mí no, funcionan en otro nivel, y no sé si son algo más que una cualidad rítmica que se logra mediante el color y el corte.
—Con respecto a lo otro, qué bonito que digas que hay ralentis porque no cambié la velocidad nunca. Es la velocidad que tiene el mar. Lo que pasa es que hay veces que interferí más con el lente. En casi todo el material en amarillo usé unas hojas de árbol como un cepillo, como si estuviera cepillando frente al lente. A través de las hojas del árbol se refracta y enmascara la luz de una manera más natural que si yo pusiera mis dedos frente al lente. Ahí se notaría mucho la silueta, mientras que las ramas del árbol parecieran esconderse. Eso da una impresión de más velocidad que la que el mundo realmente tiene y, cuando no aplico esos movimientos, pareciera que está más lento, aunque en realidad es el movimiento que tienen las olas.
Parcialmente obscurecido
—A veces, muy pocas, cambio el shutter, la velocidad de captura, porque me ayuda a capturar mejor la luz. En otras películas donde se nota y poco más, y queda muy digital el cambio del shutter pero, cuando uno hace eso pasan cosas hermosas. Uno le puede poner la mano al lente y apuntar hacia el mar con la luz del sol refractando, y el shutter speed es tan alto que igual terminan pasando partículas de luz por entremedio del negro, y pareciera una noche estrellada, aunque uno filme en pleno día.
—El shutter es lo único que cambio. No ralenticé nada. Me alegra que hayas dicho eso porque ni siquiera sé si busqué o no que apareciera un ralenti, pero sí hay un cambio de ciertas velocidades propias de la película.
—Como buen brakhagiano, seguidor de esa corriente, prescindes del sonido. Al hacerlo, sin embargo, causas un sobredimensionamiento de la visión a mi entender. Es como si todos los otros sentidos se apagaran para dejar uno solo. ¿Qué opinas de este privilegio de la visión sobre las demás sensorialidades? ¿Has considerado en algún momento trabajar con otros sentidos también?
—Si Brakhage me abrió la puerta al cine experimental, también en cierta manera me abrió a esta idea de ver el cine sin sonido. Sin embargo, la primera vez que vi una película sin sonido fue La pasión de Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928), después de haber visto Vivir su vida (1962), de Godard, donde está la escena de Anna Karina viendo esa película en un cine casi vacío y sin sonido. Ahí pensé que era la manera de ver La pasión de Juana de Arco. Nunca más volví a ver películas silentes de los años veinte o comienzos del siglo pasado con la música de acompañamiento.
—No sé si a todo el mundo le pasará, pero el cine con el que yo conecto y el que trato de hacer puede generar una suerte de sensación sonora a través de la imagen. Hay un punto en el que corporalmente estamos dispuestos a escuchar los latidos de nuestro corazón como si se pudieran sincronizar con lo que está viendo nuestro ojo. A mí eso siempre me ha gustado.
—Sé que está la discusión acerca de que la gente se va a poner a hablar y se va a notar mucho, pero son los sonidos que están en la vida. Uno siempre piensa en las condiciones ideales para ver una película y nunca hay esas condiciones. Uno ve una película en la casa, y de repente pasa un auto fuera y se come todo lo que está sonando. A veces, uno va a ver cortos experimentales en la sala del Cineplanet, del multiplex, como hacen en Toronto o hacían hace unos años en Valdivia, y mientras están dando una película silente suena una explosión de Oppenheimer (2023) o el recital de Taylor Swift. Incluso cuando vas a ver una película con sonido, en las escenas calladitas se escucha lo que suena en la sala de al lado.
—Me acuerdo mucho de John Peel, que discutía con un amigo acerca de preferir el vinilo sobre el CD. Al amigo no le gustaba el vinilo porque tiene sonido superficial. John Peel le decía que la vida tiene sonido superficial. Así es el cine también. Al final, tenemos que confiar en que las otras personas van a ser capaces de conectar con la obra de la misma forma en la que nosotros hemos conectado con otras obras.
“Todo nace de entender la imagen como una pintura que se mueve y tratar de encontrar estímulos que comulguen o converjan hacia un cuadro que, ojalá, tenga sentido, cierta rítmica, cierta belleza”
—Para mí, nunca se agota esta posibilidad de no ponerles sonido a las películas. Siempre te plantea otra serie de problemas o de ejercicios posibles con el ritmo, la visualidad, la permanencia que debe tener una imagen en el plano y cómo eso afecta la cualidad temporal de estar en el espacio. Uno, cuando no está escuchando cosas en el cine, es más consciente de la velocidad que tiene el tiempo, del verdadero paso de los minutos. Ver una película, llegar al último cuarto y saberlo solo porque mi cuerpo sabe que he estado allí cierta cantidad de minutos, eso también es parte de disfrutar y entender emocionalmente una obra. Todo eso siempre me ha gustado mucho.
—La abstracción aplana el espacio, le quita el volumen. Hay un cineasta experimental que ha escrito sobre eso, que es Nathaniel Dorsky, sobre la visión interior y la exterior, la que sigue la perspectiva renacentista. En esta película hay un poco este juego entre las dos cosas.
—Pareciera que nuestra experiencia colectiva del mirar está tan obsesionada con ver cosas que entendamos, que se relacionen con lo que somos, que sean útiles, como el mundo de la tridimensionalidad, cosas que tenemos que recibir, que no son un desperdicio de nuestro tiempo porque son lo que vemos. Si voy a ver una película con un árbol que es el que veo todos los días cuando salgo de mi casa, me parece que es un desperdicio. Christopher Nolan filmó Oppenheimer en Imax porque es la calidad de imagen más cercana al ojo humano. Es una de las declaraciones mas antiartísticas que he oído en mi vida. ¿Por qué quisiera hacer arte si se va a ver exactamente como todo lo que veo allá afuera?
—No se trata de que no me interese lo que alguien más ve allá afuera, pero es matar toda posibilidad de imaginación, de sensibilidad, de entender el mundo, la imagen, el tiempo de otra forma. Me gusta sugerir tridimensionalidad y no tenerla, como hacía Ken Jacobs, que en paz descanse, o anularla y encontrar una forma de que esa ilusión termine traspasando el enorme lienzo que es la pantalla de cine.
—Pero, en esta pieza, juegas con las dos cosas. Hay partes abstractas, planas, y partes no abstractas, en las que percibes la tridimensionalidad.
—Pareciera haber capas sobre capas, sí. Puede ser. Siempre he pensado que una de las grandes películas en 3D de este último tiempo es Ceniza verde (Argentina, 2019), de Pablo Mazzolo, que para mí es también uno de los grandes cineastas que hay hoy en día. Obviamente, no traté de imitarlo, pero sí pensaba en qué bonito es sugerir una suerte de tridimensionalidad y no tenerla. Es como si hubiera una profundidad infinita y, por lo mismo, no es tridimensional, porque no puedo tocar el fondo, hay algo más allá.
—Supongo que hay un juego de capas en esta película. Pero todo nace de entender la imagen como una pintura que se mueve y tratar de encontrar estímulos que comulguen o converjan hacia un cuadro que, ojalá, tenga sentido, cierta rítmica, cierta belleza.
—Una cosa importante que reveló la película estudiantil en la que cometiste plagio de Brakhage es que ese cineasta había pasado a ser parte de tu cultura, porque él nunca filmó en el Metro de Santiago. Eso me lleva al tema de los cineastas que se han apropiado y se apropian en América Latina del cine experimental extranjero. Tienes con Javiera Cisterna un cine club que se ha dedicado a esta tarea de difusión y por el cual se han hecho casi tan conocidos que como cineastas. ¿Por qué este interés en buscar esas cosas afuera y traerlas? ¿Cómo surge un cine propio a partir de esta búsqueda en cinematografías foráneas?
—A regañadientes me he vuelto programador. Que no parezca que le estoy echando la culpa a nadie pero, si alguien más estuviera programando esas películas acá, yo las estaría yendo a ver.
—Nunca me planteé una misión. Si pienso en las películas que queremos traer, son las que me encantan pero no he podido ver en una sala grande. No es que esté pensando en generar una marca, ni quiera una audiencia. Más allá de eso, no me interesa mucho generar una agenda de qué es lo que damos. Es verdad que a veces se repiten los realizadores, pero cómo le voy a decir que no a dar La région centrale en 16 mm. La primera función que dimos fue de Presents (Canadá, 1981), de Michael Snow.
A Sea of Glass
—Después de esa función de titulación en mi universidad en la que hablé mal de la Mona Lisa, descubrí que estaba esa sala hermosa [en el campus El Claustro de la Universidad Mayor] y con Javiera nos dijimos que podríamos dar algo allí. Para nosotros era importante que fuera con el permiso de los realizadores. No veo nada de malo en eso, pero hemos tenido cine clubes que han funcionado a punta de piratería de lo que está en Karagarga o en Torrent, y prefería que fuera algo más oficial para asegurarnos mejores copias, una mejor experiencia para el público, y que el realizador sienta que su obra está siendo valorada, a lo mejor no monetariamente, porque plata es lo que más le falta a este cine club, pero que sientan que hay un interés real por ver estas obras.
—Nos comunicamos con Michael Snow, le pregunté qué tenía disponible para dar digitalmente y me dijo, antes que a muchas personas, que había un Blu-ray de Presents que estaba próximo a ser lanzado. Hablamos con Pip Chodorow, de Re:Voir Video, y arreglamos que fuera la función de lanzamiento. No fue tanta gente. Habrán sido unas treinta o cuarenta personas, pero muchos me han dicho que Anthology Film Archives o The Film-Makers’ Cooperative se la pasan vacíos, o que treinta personas es la capacidad máxima de la sala.
—No pensamos en estar necesariamente presentes, en programar todas las semanas o todos los meses, sino cuando hay una película que de verdad toda la vida hemos querido ver en una sala, y no hemos podido. Hablaba de esto la semana pasada con Alexandra Cuesta. Si somos estudiantes de pintura, porque seamos latinoamericanos no tenemos que ver puro arte de nuestros países. Tenemos derecho también a ver un Pollock o un Rothko, y en Santiago ni tenemos ni eso. Se trata de pensar en términos cinematográficos eso: qué bonito sería que un chileno pudiera ver, como corresponde, una pintura de Pollock o una película de Brakhage, o una pintura y una película de Snow, que también era pintor. A veces sentimos que podemos crear tradición, pero cómo sin los clásicos. En el fondo, son parte de una cultura conectiva que está faltando. Es, simplemente, pensar en cómo seguir compartiendo el arte que más resuena con nosotros. Ojalá que resuene en los demás y que salgan más realizadores y más obras, mas cine clubes y más funciones. Que rebote como tiene que rebotar.
—Si me fuera bien en la vida, y pudiera ir a Europa y ver todas las películas de Snow, todas las de Brakhage y todas las de Dorsky, me sentiría como un fraude si pudiera haberlas traído a mis paisanos y no lo hice. Quizás me saldría más barato ahorrar para el viaje de mis sueños, irme a San Francisco a ver todas las películas de Canyon Cinema que estar haciendo esto que ahora hacemos con el cine club, pero para mí tiene valor hacer mi vida aquí. No sé llamarlo carrera, pero sí mi vida artística en todos los sentidos: como programador, como realizador. Aquí está todo lo que amo, las personas que quiero, las visiones que me inspiran. No veo razón para no hacerlo aquí.
—Por parecidas razones de mesianismo te tengo que preguntar por referencias latinoamericanas que hayan sido importantes para ti, aparte de Mazzolo, que ya lo trajiste a colación. Por mi parte pienso, respecto al paisaje, en el Colectivo Los Ingrávidos, por supuesto, y en tu paisana Malena Szlam.
—Es un poco extraño, pero a Malena Szlam llegué cuando ya sentía que manejaba el cine experimental. Para mí era un nombre nuevo, pero no sabía que era chilena. Jeannette Muñoz tampoco. Sabía que había sacado el libro [El paisaje como un mar]. Lo supe [que eran chilenas] cuando les hicieron las retrospectiva en Valdivia y las invitaron, y fui a ver todas las películas.
—El cine de Malena me gusta mucho y el de Jeannette también. Su última película [de Muñoz], Fuente Alemana (Chile, 2025), es muy hermosa. Pero no podría decir que fue parte de mi proceso de formación. Lo mismo en el caso de Pablo Mazzolo. Yo había visto Fotooxidación (Argentina, 2013) y otras películas. Pero, después de que vi Ceniza verde, me moriría en esta colina diciendo que es la mejor película experimental hecha en Latinoamérica, habiendo visto a todos los Caldini, a todos los grandes nombres que tenemos en la región, incluso a Teo Hernández. Ceniza verde, para mí, está en la cima de la montaña. El cine de Mazzolo siempre ha sido muy inspirador.
—Yo no creo mucho eso de que conocer a la persona hace que a uno le gusten las películas. A mí me gustaban las películas de Pablo Mazzolo antes. Pero conocerlo claro que ayuda, en el sentido de que es un artista que casi no se toma en serio fuera de la lógica de la pantalla. Todo se lo dedica a la pantalla y, después, cuando habla de cine, es casi como una persona cualquiera, que bromea aquí y allá, y pareciera querer desmitificar todo lo que hace. Pero, cuando ves sus películas, gatillan significados y experiencias profundamente míticas. Eso me gusta mucho porque todos los artistas, al final, solo somos personas, criaturas tan ignorantes como cualquier otra que, con algo de suerte, logramos transmitir algo profundo y poderoso.
—¿Algún cineasta experimental chileno que debamos conocer y que no esté en nuestro radar?
—Hay cineastas buenos en Chile, pero poco cine experimental. Tenemos una tradición muy acotada, si no inexistente. Argentina, Brasil, si han tenido grandes referentes. Mucho del buen cine que tenemos ha estado dirigido hacia el documental. Tenemos muchas de esas películas que te mencionaba, que parecen ser experimentales, pero en realidad no lo son.
—Por otra parte, Latinoamérica siempre ha tenido una reputación muy grande de videoarte porque era mucho menos costoso. Pero hablar de eso sería abrir otro filón y alargar la entrevista una hora más. Tampoco soy de los cinéfilos a los que les gusta el cine experimental, pero solo las películas hechas en celuloide. Las películas en fílmico que les encantan, igual las ven en un screener digital, pero parecieran valorar más esa artesanía.
—Ahora fue el premio Juan Downey y estaba lleno de inteligencia artificial, de modelado en 3D. Así es difícil encontrar al buen cineasta experimental chileno. Tengo un conflicto de interés en esto que te voy a decir, pero las películas de Javiera Cisterna a mí me encantan. No lo digo porque esté relacionado con ella sino porque de verdad son muy buenas. Aparte, siento que hay realizadores que están comenzando. Habrá que ver qué pasa. Está Gabriel Lizama, que ha presentado sus películas en Viña del Mar y en Nueva York. La instalación de Andrea Novoa en Ficvaldivia, Mientras todo cambia (2025), es una de las grandes piezas que vi éste año. Quizás ahí hay otro nombre para el experimental chileno. Pero hay poco.






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