Hiperrealidad

Por Francisco Tinajero
Imaginen pasar sus últimos momentos en la Tierra encerrados en un baño público con la sensación de que algo quedó sin resolver entre ustedes y sus seres queridos; imaginen, también, que en medio de ese estado están siendo acosados por una criatura de naturaleza lovecraftiana. Esta es la situación en que nos coloca Hiperrealidad (Argentina, 2025), de Diego G. Medina, que ganó la competencia de largometrajes nacionales de la más reciente edición del Festival Internacional de Cine de Terror, Fantástico y Bizarro Buenos Aires Rojo Sangre.
Mentí cuando dije que la estadía en ese WC serían los minutos finales en el mundo. En realidad, esos instantes se repiten incesantemente con ligeras variaciones. Pero bueno, vamos en orden. Medina nos presenta la historia de Santiago Reale (Paolo Borghi), un joven director de orquesta que está a punto de estrenar su máximo éxito profesional hasta ese entonces, la Trilogía del olvido ‒título bastante irónico si tenemos en cuenta el universo representado en la obra, además de que el cartel de promoción del concierto también será utilizado como indicador del paso del tiempo en la zona hiperreal‒. Resulta evidente que este hecho lo tiene contento, orgulloso y, en cierta medida, desconectado del mundo ‒en un momento volveremos a esta idea‒. No lo culpemos, ¿quién no se pondría así al alcanzar la gloria artística y laboral en un contexto como el actual?
Lo primero que vemos del filme es la pantalla del celular de Santiago en el eterno scrolling que nos es tan familiar: reels, fake news y una que otra llamada que el protagonista se empeña en rechazar. Algo que todos hemos hecho, ¿cierto? Ahora, desde este comienzo el director consigue establecer una tensión con muy pocos elementos expresivos. La hermana del personaje principal insiste con las llamadas, pero él de inmediato las cuelga. La intensidad aumenta, algo no va bien. Ella opta por mandarle un WhatsApp: era un llamado de emergencia, pues sus padres han muerto. Dejamos de ver el celular de Santiago y se nos enseña el lugar en el que le haremos compañía al ahora desdichado artista.
Para ingresar a esta Hiperrealidad recibimos ayuda del director, quien al mero comienzo de la película, a manera de epígrafe, coloca preguntas que nos invitan a reflexionar sobre tres puntos: en primer lugar, sobre el movimiento perpetuo al que estamos sujetos como habitantes de la Tierra; más importante aún, sobre la angustia que nos genera sabernos minúsculos en el universo; luego, acerca de nuestra naturaleza frágil y perecedera; por último ‒lo que, en lo personal, más me puso a pensar-, cómo nos estamos relacionando con la tecnología. De forma implícita, esta pregunta desemboca en una de las grandes paradojas de la época de la hiperconectividad ‒si les soy sincero, no sé si ya hemos pasado de ese momento para llegar a uno aún más extraño, puede ser que sí‒: en un momento de la historia en que nos es extremadamente sencillo comunicarnos con alguien al otro lado del mundo, nos encerramos y atomizamos más que en ninguna etapa pasada.
Al menos Santiago está al tanto de esto. La noticia del fallecimiento lo afecta a tal grado que todo lo que vemos después es ese estado de desesperación y tristeza. Es lo inenarrable, el luto. Hiperrealidad traduce ese momento traumático a través de una combinación formal innovadora, ya que está filmada en un solo plano secuencia en slow motion. Hiperrealidad no es El arca rusa (2002), de Sokúrov, donde este recurso se usa para comunicar la concepción lineal de la historia nacional rusa, sino que sirve para mostrar ese continuo del dolor por la pérdida y la cámara lenta transmite lo brumoso de esta experiencia. Pero, ¿no es así como nos parece el mundo cuando pasamos por algo terrible? Sí, el tiempo acontece sin pausa, estático, sin ofrecer un espacio ni para el entendimiento ni para el (auto)perdón.
En su concepción canónica ‒de la que pueden revisar una síntesis en Filosofía del terror o paradojas del corazón (1990), de Nöel Carroll‒, el terror cósmico aborda la ansiedad y el sinsentido del humano al saberse finito e ínfimo en el gran orden universal. Sin embargo, en la película de Medina funciona más para mostrar la desesperación de Santiago por la muerte de sus familiares, que es, al mismo tiempo, algo atávico: ¿por qué las cosas pasan así?, ¿por qué no pudimos siquiera despedirnos de aquellas personas con quienes compartimos todo?, ¿por qué el último encuentro estuvo marcado por el orgullo? Estas son preguntas sin resolver, y las que parecieran ser respuestas no son más que balbuceos que se confunden en el mundo del lenguaje interior; frases y oraciones inconexas que tratan de explicarnos algo, tal y como le ocurre al protagonista con los mensajes escritos en los muros del baño, pero que al final de cuentas nada nos solucionan y sólo consiguen sumergirnos más en los abismos de la pérdida.
Más que en el exterior, la disputa se da en el mundo interno del protagonista. Me explico: la sangre, el trato adverso por parte de su familia y amigos, los repetitivos embistes del monstruo, no son otra cosa que la metáfora de la pugna en el universo emocional de Santiago, un plano que está teñido de culpa, incomprensión y dolor por la muerte de sus familiares. Como decía Dostoyevski, no hay castigo más doloroso que la autoconciencia. Por lo general, estos pensamientos y sensaciones suelen ir en ascenso en su intensidad y crueldad. Esto le pasa a Santiago, a quien sus seres queridos terminan por agredirlo, como a manera de reclamo por sus padres, a pesar de que al comienzo celebraban sus éxitos profesionales.
No sólo son terribles estos episodios, sino infinitos; quizá son terribles precisamente porque son infinitos. Todo parece repetirse: el dolor, el impacto, la culpa y saber que quienes más amamos ya no están; como si nos amputaran una parte del cuerpo y fuéramos conscientes durante la operación; como aquellos momentos tan espantosos que quisiéramos que fueran un sueño, pero que sabemos no son otra cosa sino la realidad: mañana o minutos después de leer/escribir esta nota, estaremos solos.
Quiero alejarme un poco de estas reflexiones un tanto oscuras, salir de ese hoyo negro de soledad y arrepentimiento, aterrizaje forzado al suelo de la manufactura fílmica. Hiperrealidad es una obra realizada con cariño y compromiso por parte de todo su equipo de trabajo, quienes, ante la precarización a la que se enfrenta el cine fantástico independiente y artesanal, logran una película con una estética propia que les hizo acreedores a otros galardones en el Buenos Aires Rojo Sangre, además del mencionado, como el de mejor actor protagónico (Borghi) y el premio de la ADF, el gremio argentino de los directores de fotografía. Su creatividad, a mi parecer, reside sobre todo en el uso expresivo de la iluminación para situar cada momento traumático del mundo emocional de Santiago y a que consiguió utilizar apenas 19 minutos de filmación real para expandirlos a los 81 que dura esta experiencia audiovisual, como refiere Medina, quien también recibió la mención al mejor director. Dicho de otra manera, Hiperrealidad contiene una subversión temporal: a mayor precarización de recursos, mayor explotación de la creatividad, sin romantizar ni fetichizar el primer término de la ecuación, claro está.
Una vez terminada esta aventura, simultáneamente cósmica y personal, Medina nos otorga un manual que sirve de epílogo: para abandonar la Hiperrealidad ‒que, como vimos, no es otra cosa sino un estado de dolor y culpa‒ debemos recordar, verbo no menor si pensamos en su etimología ‒volver a pasar por el corazón‒, a un ser amado; pensar en qué le diríamos para tranquilizarlo y visualizar el efecto de nuestras palabras en él. Con esperanza, estas escenas, de casualidad planos detalle de sonrisas y enternecimiento de las miradas, nos sirven de aliciente no sólo para enfrentar a la criatura lovecraftiana, sino para existir en un mundo como el actual.
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