El eco
Por Mariana Martínez Bonilla
Como parte de la 74 muestra internacional de cine de la Cineteca Nacional, llega a México El eco (México 2023), el más reciente largometraje de Tatiana Huezo, acreedor del premio a la mejor dirección en la sección Encuentros de la Berlinale, y de los premios al Mejor Documental en ese mismo festival, el Festival Internacional de Cine de Chicago, el Festival Internacional de Cine de Lima y el Festival Internacional de Cine de Morelia, así como del premio Chantal Akerman al Mejor Documental Experimental en el Festival de Cine de Jerusalén y el Premio del Público en Visions du Réel.
En él, una vez más, la directora oriunda de El Salvador, hace de las infancias el centro de su relato a través del relato de la vida cotidiana en la comunidad homónima, ubicada en el estado de Puebla, México. Se trata de un lugar en el que los recursos económicos son pocos, pero las y los niños muchos. También es un lugar en donde la muerte abraza los nuevos comienzos.
Con un giro temático que descoloca los lugares narrativos en los que se suelen posicionar sus obras, Huezo se da un paso fuera de la violencia que retrató en obras como Tempestad (2016) y Noche de fuego (2021), su aclamado filme ficcional, para enfrentar otros aspectos de la vida en las comunidades rurales mexicanas. enfocándose en la vida de un grupo de niños y niñas de la región, Huezo propone una serie de preguntas no explícitas acerca de la relación entre el juego y la naturaleza, entre la vida y la muerte, y entre el sonido y el eco.
Y es que, a lo largo de los 102 minutos de duración del filme, se resumen los acontecimientos que tuvieron lugar en la comunidad serrana durante aproximadamente un año. Esto se hace evidente cuando somos partícipes del ritual de fin de ciclo escolar de la escuela primaria de la región, pero también cuando se anuncia el nacimiento de un cordero, tras el esquilado de las ovejas, o la recolección del maíz y la posterior búsqueda de semillas idóneas para la siembra (momento que coincide con la preocupación de un par de los habitantes más jóvenes del poblado, debido a la sequía).
El despliegue narrativo del filme tiene lugar a partir de tres puntos de vista. Cada uno de ellos corresponde a una niña oriunda de El Eco: Monse, Luzma y Sarahí, quienes están entre la infancia y la adolescencia, y transitan entre la libertad absoluta y los designios matriarcales que impiden la consecución de sus sueños. Cada una de estas niñas se relaciona con aquellos quienes las rodean a través de los usos y costumbres de la región.
Así, cada una de ellas se ocupa de las tareas que les son asignadas por sus madres. Monse, una adolescente que sueña con enlistarse en el ejército, por ejemplo y entre otras cosas, está encargada del cuidado de una anciana. Tal vez se trate de su bisabuela (la relación intergeneracional nunca se hace completamente explícita), quien, como sabremos después, fue la primera mujer llegada al poblado. Luzma, por su parte, tendrá que encargarse, junto con su madre, del cuidado de las ovejas y el sembradío de maíz de su familia.
Sarahí, la más pequeña de las tres, gusta de jugar a la escuela con sus muñecos de peluche, a los que instruye en temáticas variadas como las relativas a la historia de México y las ciencias físicas y naturales. Con la ayuda de un pizarrón improvisado, un diccionario bastante desgastado y un par de biografías, la niña es capaz de explicar a otros niños las complejas estructuras sociales y de género imperantes durante la época revolucionaria. Su pasión por la enseñanza la ha convertido en tutora de algunos de sus compañeros de la escuela primaria a la que asiste, quienes la escuchan con paciencia, mientras les explica cómo funcionan las ondas sonoras.
En El eco las figuras paternas y, en general, masculinas, cuando no están completamente ausentes, tienen un protagonismo incipiente y problemático: desde los hombres que migran, de quienes nada se sabe, hasta aquellos que, en una comunidad cercana, han raptado a una joven mujer. Estas figuras acechan como si se tratase de espectros que aparecen como dominantes para restituir el orden patriarcal de las relaciones familiares y sociales en la región. Tal es el caso del padre de Luzma, quien trabaja como albañil y se encuentra lejos de su hogar la mayor parte del tiempo, pero que, sin embargo, se encarga de afirmar la dominación masculina en el hogar al decirle al menor de sus hijos que el lugar de las mujeres está en la cocina, lavando los platos sucios.
Frente a ello, Tatiana Huezo nos hace partícipes de las maneras en las que estas niñas subvierten las normas de género y, con ello, algunos de los usos y costumbres del poblado. Por ejemplo, al enclaustramiento de Monse durante los meses que se ha encargado del cuidado de su abuela, se oponen escenas luminosas en las que monta a su yegua, así como algunas otras en las que se encarga de un negocio de compra-venta de ropa “de paca” con su mejor amiga. En el caso de Luzma, ante la imposición patriarcal de los roles de género en el hogar, somos partícipes del ejemplo materno que se despliega a través arduas jornadas laborales en el campo, pero también a través del reclamo a su esposo por su falta de presencia en el aspecto familiar.
Enmarcadas magistralmente por la fotografía de Ernesto Pardo, con quién la directora ha formado una dupla indisoluble, las vidas de las protagonistas del documental se muestran en todas sus aristas. El cuidado trabajo visual del filme nos otorga un gran número de tomas abiertas del paisaje serrano que contrastan con los preciosos contrastes de luz y oscuridad, propios de las locaciones interiores, pero que también forman parte de la captura de algunos momentos espontáneos y sumamente hermosos, como cuando Sarahí, sentada cerca de una ventana, cierra los ojos y mueve sus pequeñas manos bajo el haz de luz dorada que la baña.
En ningún momento la cámara persigue o acosa a los sujetos que fotografía. Al respecto podríamos citar aquí las palabras de Georges Didi-Huberman respeto a la “imagen potente”, pues ésta no es aquella que muestra el poder o que construye relaciones de poder desde el encuadre y su relación con la mirada de aquel que ocupa el plano, sino aquella que otorga visibilidad a los sujetos que usualmente no la poseen, desde ciertas coordenadas de enunciación que interrumpen los regímenes hegemónicos de la representación. Es decir, en el caso de la obra de Tatiana Huezo que aquí se comenta, el encuadre enmarca a los sujetos (a quienes también otorga la palabra) de manera respetuosa, desplazando el punto de interacción hacia los bordes, los marcos o, simplemente, hacia aquello que queda fuera del cuadro (sus emociones, anhelos y añoranzas).
El montaje, por otra parte, pone en relación las tres historias a partir de momentos precisos y significativos en la vida de cada una de las niñas. La vitalidad que cada una de ellas irradia y encarna a través de sus juegos y sueños, se encadena con los contrapesos de la vida misma. Así pues, mientras la muerte de su abuela libera, en cierto sentido, a Monse de las responsabilidades que su madre le legó, la prohibición de competir en una carrera de caballos se ofrece como contrapeso. En el caso de Sarahí, el arduo trabajo en el campo que le permitiera juntar el dinero suficiente para comprar su uniforme escolar para la escuela secundaria, se verá minimizado cuando su madre le hace saber que tal vez no será posible que asista al nuevo ciclo escolar, pero también, por otra parte, descubrirá, a través de su hermana mayor, lo que implica crecer y convertirse en mujer.
Al mismo tiempo, la muerte se presenta como una parte natural de todo proceso vital. Desde el ciclo de cultivo, hasta la muerte de un ser querido, pasando por la enfermedad de un animal de corral, el tiempo avanza, dando cuenta de que la vida sigue. La tan esperada lluvia se convierte, entonces, en el marcador temporal del reinicio del ciclo.
Asimismo, cabe destacar el sonido del filme, el cual cumple un rol primordial en la consecución del significado total. Se trata, una vez más, de la puesta en operación de aquel elemento del lenguaje cinematográfico que ha caracterizado a la creadora. El realismo del relato es exacerbado por una cualidad sonora que construye un paisaje por demás interesante. Y es que, en la región de El eco, cualquier murmullo puede ser escuchado por todos. Los silencios acompañan las conversaciones de sus protagonistas. Cada una de sus voces se escucha con claridad mientras enuncian sus deseos y problemas, pero también cuando sufren o se cuestionan sobre aquello que las y los rodea.
Filmada durante 18 meses, y con una planeación que duró cuatro años, periodo durante el cual Huezo filmó Noche de fuego, El eco trastoca los principios del documental observacional y etnográfico para ofrecernos una mirada cálida y cercana a sus protagonistas. La película se aleja de cualquier clase de enunciación didáctica o moral por parte de la directora para ofrecer una lectura empática sobre el futuro de Luzma, Monse y Sarahí, quienes, frente a las restricciones sociales, familiares y económicas que les son impuestas en mayor o menor medida, logran vislumbrar un porvenir esperanzador.
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