El mirador
Por Mariana Martínez Bonilla
Otra de las películas mexicanas en competencia durante la última edición del FICUNAM fue El mirador (2024). Dirigida por Diego Hernández, formó parte de la sección Ahora México, y obtuvo la Mención Especial del Jurado Fósforo, compuesto por los, las y les ganadores del concurso de crítica cinematográfica Alfonso Reyes, Fósforo, organizado en el marco del festival, cuya intención es incentivar la crítica cinematográfica tanto en el seno de la población universitaria, como abrir espacios para el público en general interesado en el análisis fílmico. Cabe mencionar que el director fue premiado con el Puma de Plata en el festival en el 2021 por su filme debut Los fundadores.
En esta ocasión, el joven tijuanense recupera el tropo de aquella película híbrida: la juventud. A partir de ello desplaza los lugares comunes sobre Tijuana que conforman el imaginario colectivo: la violencia, la droga y la migración. Entonces, el foco de El mirador está puesto en la incertidumbre laboral de las juventudes de la región. En ella se narra la historia de Annya y Guillermo, dos actores que buscan entrar triunfantes al mundo laboral, pero las vicisitudes cotidianas se interponen en su camino al éxito. Desde pagar la renta hasta limpiar el arenero como una obligación a cambio de vivir bajo el auspicio paternal, el absurdo cotidiano de la vida precaria es explorado en este filme.
Las anécdotas de Annya, quien conduce un Uber, y Memo, que terminará trabajando en un call center, están llenas de humor. O tal vez no tanto, pero es gracioso encontrar un retrato casi universal en el que muchos nos vemos reflejados: escribo esto mientras tengo un trabajo cuya paga no alcanza para cubrir los gastos básicos y al que se suman otros dos poco o nada relacionados con mi formación académica, pero necesarios para poder comer tres veces al día. Las vidas de los protagonistas de El mirador se parecen tanto a la mía que no puedo hacer otra cosa más que reírme ante sus desgracias, que comparto.
Como afirmó Diego Hernandez en una entrevista para IMCINE, su película no contó con un guión, sino que se constituyó a partir de una escaleta de situaciones vividas por sus amigos y que dan cuenta de sus experiencias cotidianas. La improvisación es el factor fundamental a rescatar en ese sentido. Según el propio director, Melissa Castañeda, productora y co-guionista, y él definieron los personajes y las vivencias por las que cada uno debería atravesar, pero no escribieron diálogos o acciones concretas.
En su trabajo con los actores sus métodos tampoco fueron convencionales. No hubo indicaciones precisas, pues su apuesta estuvo en registrar la relación entre ellos de manera espontánea. Como resultado, el filme no tiene una estructura lineal, aunque sí cronológica. Es decir, no hay una relación causal entre las anécdotas que permita otorgar un cierto sentido de continuidad temporal entre planos, pero sí hay un cierto ritmo de sucesión entre las experiencias de los personajes. Así, Hernández muestra el desarrollo anodino de la vida de sus personajes mientras buscan algo que no encontrarán.
A nivel formal, El mirador se construye a partir de planos-secuencia fijos. Los encuadres se mantienen y toda la acción narrativa se desarrolla a partir del movimiento de los cuerpos de Annya, Guillermo y los demás personajes al interior del cuadro. En ese sentido, hay algo de teatralidad muy marcada en esta película que podría o no ser su mayor cualidad. Es decir, la ausencia de contraplanos reduce las cualidades efectistas de un montaje que opta por permitir el desarrollo de las anécdotas de sus personajes a partir de la performatividad de sus cuerpos dentro de los límites del plano, al mismo tiempo que limita la potencia expresiva de ese montaje que se rehúsa a obedecer a la rigidez del guión.
Entonces, hay acá una cierta conciencia de las implicaciones histórico-narrativas del cine para construir la realidad en donde la claridad de las acciones prima sobre la articulación del relato. En otros términos, la economía formal de El mirador pone en crisis la ficción, entendida como concatenación coherente de las acciones, desde el recorte del mundo llevado a cabo por el encuadre. Al mismo tiempo, es como si existiera algo más allá del emplazamiento de su cámara, algo que está ahí, latente, condicionando el desarrollo de las acciones ante el objetivo siempre fijo de su dispositivo de registro y que, en algún momento, toma forma a partir de entrevistas testimoniales sobre el tiroteo de La Cúpula, un enfrentamiento armado entre criminales y policías, acontecido en enero de 2018, que produjo muchas muertes y convirtió a la casa “de la cúpula”, utilizada por una célula del cártel de los Arellano Félix, en un atractivo turístico. Sobre el acontecimiento se han escrito varios corridos e, incluso, el famoso grupo Los Tucanes de Tijuana lanzó en el 2010 la canción “La perra”, en la que se relata lo sucedido en La Cúpula.
Y esto último es lo que me parece más interesante, pues todo aquello que queda fuera de campo determina el absurdo de lo que ocurre dentro del campo. No es que la violencia no esté ahí, sino que es muchísimo más importante mostrar que hay que intentar esquivarla, crear “estrategias para sortearla”, como afirma Yunuen Cuenca en el texto sobre El mirador, escrito para el catálogo del festival. En una de las secuencias, Guillermo y Annya conversan con un director recién llegado a Tijuana, cuyo rostro no aparece en cuadro, sobre su relación con la violencia provocada por el narcotráfico en la zona. Ambos personajes aparecen en plano medio y relatan cómo es que los secuestros, los asesinatos y las desapariciones forman parte de la vida cotidiana de los tijuanenses.
“Yo era un niño de primaria, pero aún así te tocaba vivirlo, te tocaba que evacuaran la escuela por balaceras y así. Pero en cuestión de juntar información o testimoniales, pues, pues todo el mundo tiene un tío, todo el mundo tiene alguien con una historia [...] o que a dos casas de su casa, sabía que entraban y secuestraban gente o lo que sea. Cosas raras…”, responden ambos personajes ante la invitación de aquel director para que ambos personajes protagonicen su película y, además, le ayuden a buscar “los lugares donde pasaron las cosas”. Pero hay un aspecto igualmente violento (o, tal vez, un poco más) implicado en tal petición: no quedan claros los términos económicos de tal labor. Razón por la cual ni Annya ni Guillermo pueden abandonar sus otros empleos.
Finalmente, cabe rescatar la potencia de El mirador para resistir frente a las formas de la ficción actual, en las cuales se recurre a articulaciones complejas del lenguaje que muchas veces no son capaces de crear significado. No pretende mucho y, al hacerlo, logra todo, pues demuestra que se puede hacer un cine crítico sin recurrir a la espectacularización del lenguaje y, sobre todo, que la vida hay que tomársela con humor, pues es lo único que la precariedad no nos puede arrebatar. Ante el vaciamiento de los signos por la manipulación efectista de la relación plano-montaje-sonido, el trabajo de Hernández es una película de factura simple, hecha entre amigos que cantan una canción de Julieta Venegas en un canta-bar: “El presente es lo único que tengo, el presente es lo único que hay”.
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