Una sombra oscilante


Por Mariana Martínez Bonilla

Presentado recientemente en México como parte de la Gira Ambulante 2025, Una sombra oscilante (2024), el primer largometraje de Celeste Rojas Mugica, se erige como un ejercicio audiovisual que pone en relieve la compleja relación entre la memoria, la identidad y el poder del archivo fotográfico. Partiendo del acervo personal de su padre, un militante de izquierda durante la dictadura chilena, Rojas se adentra en las capas sedimentadas del pasado, buscando desenterrar no solo la historia individual de su progenitor sino también las resonancias espectrales de un periodo marcado por la represión y la resistencia. 

La propuesta de Rojas, en la cual se reelaboran las inquietudes que previamente la directora plasmó en un libro y una instalación, se articula a través de una amalgama de recursos visuales y narrativos de carácter ensayístico, los cuales nos hacen pensar en Recuerdos del porvenir (2002), de Chris Marker, filme de ensayo en el que explora, junto con Yannick Bellon, el archivo de la fotógrafa francesa Denisse Bellon, producido en el período de entreguerras. Y es que, en Una sombra oscilante, la directora pone en cuestión aquello que las fotografías del archivo de su padre, desgastadas por el tiempo y cargadas de una presencia ausente, representan. O, mejor aún, cuestiona lo que registraron. 

Al revisar dichas imágenes a contrapelo o ponerlas en tensión con fragmentos de conversaciones íntimas con su padre, la intención narrativa (que es también política) parece ser la de transformar el acto de contemplarlas en una tentativa de reconstruir la memoria familiar y colectiva, fracturada por la violencia política y el silencio obliterante impuesto por el poder dictatorial. Es en este punto donde la película comienza a mostrar su capacidad de llevar al espectador a navegar a través de las múltiples capas de significado que se insinúan entre el material de archivo, los juegos del padre y la hija en el cuarto oscuro, y la deriva contemplativa que produce un espacio para la reflexión pausada. 


Me parece pertinente recuperar aquí algunas de las ideas que Jacques Derrida desarrolla en su célebre libro Mal de archivo. Una impresión freudiana, pues para el filósofo argelino, el archivo no es un mero repositorio pasivo de documentos, sino un lugar de institución, de selección y de interpretación, intrínsecamente ligado al poder y a la posibilidad misma de la memoria y la historia. El archivo, en su constitución, implica una exclusión, un silenciamiento de aquello que no ha sido registrado o que ha sido deliberadamente omitido.

Las fotografías que Rojas examina son, en este sentido, fragmentos de un archivo personal, pero también ecos de un archivo político más amplio, marcado por las ausencias que generaron las narrativas hegemónicas de la dictadura chilena.

La propia selección de fotografías por parte del padre, arconte de aquel archivo, y su posterior conservación por la familia, implican una decisión sobre qué recordar y qué dejar en la sombra. La mirada de Rojas sobre estas imágenes es, a su vez, un nuevo acto de interpretación, una tentativa de extraer sus significados latentes, de dar cuenta de su polisemia y de dar voz a aquello que las fotografías, en su silencio espectral, sugieren pero no explicitan. 

Por otra parte, Ariella Azoulay, en su obra The Civil Contract of Photography, ofrece una perspectiva complementaria y crucial para analizar el filme acreedor de la mención especial en la competencia de óperas primas del FID de Marsella. Azoulay desplaza el foco del análisis de la fotografía, como mero objeto estético o documento histórico, hacia su potencial como un encuentro, como un espacio de interpelación entre el fotógrafo, el sujeto fotografiado y el espectador. Para la autora israelí, la fotografía es inherentemente política, ya que implica una relación de poder, incluso en los contextos más íntimos. La cámara, al capturar un instante, establece una relación específica con aquello que se fotografía, y la posterior circulación y recepción de esa imagen perpetúan o desafían las estructuras de poder existentes.  


En ese acto analítico, en esa búsqueda por entrar en las imágenes, Celeste Rojas explora críticamente sus condiciones de producción, cuyo potencial político no consistente solamente en ser documentos de un pasado conflictivo sino en el anudamiento afectivo de la relación padre-hija, gracias a lo cual Celeste Rojas puede llegar a conocer una faceta de su padre que debió permanecer oculta por mucho tiempo. Para ello le pide que relate sus experiencias, desde su participación en la lucha contra Pinochet hasta su exilio en Ecuador. Al respecto, la directora afirmó lo siguiente en una entrevista hecha por Pablo Gamba para Los Experimentos: “Hay algo que se da también en el diálogo con mi papá sobre asuntos de los que le cuesta hablar. El diálogo sobre la fotografía se convierte en un medio de exploración, de pensar juntos en cosas a las que de otra forma él no llega o no quiere llegar. Fueron la palabra y el diálogo, pero motivados por este quehacer, este oficio común, esta excusa, de alguna manera”. 

 Así pues, en Una sombra oscilante, las fotografías del padre de la directora no son solo recuerdos familiares; son también testimonios visuales de una época de intensa politización y represión. La clandestinidad, la militancia, la amenaza constante, todo ello se inscribe en los rostros, los gestos y los escenarios capturados por la lente de Luis Rojas, en aquello que su padre, consciente del riesgo de que implica toda representación de la contrahegemonía en los contextos dictatoriales, dejó al margen u oculto en los segundos planos.


A su vez, en un impulso claramente dialéctico, la mirada de la directora sobre estas imágenes puede interpretarse como un intento de establecer un “contrato civil de la fotografía” a posteriori, una forma de reconocer la dignidad y la agencia de su padre en un contexto histórico que buscó silenciar y a muchos como él.

La honestidad y la vulnerabilidad que Rojas proyecta al enfrentarse a la historia de su padre son, sin duda, uno de los puntos fuertes del documental. La película evita la retórica grandilocuente y el maniqueísmo, buscando una comprensión humana y compleja de las experiencias vividas. No obstante, esta búsqueda de sutileza a veces se traduce en una falta de contundencia, dejando al espectador con la sensación de que se han rozado temas de gran importancia sin llegar a profundizar en ellos de manera significativa. La sombra que oscila en el título parece referirse tanto a la presencia espectral del pasado como a la propia incertidumbre de la directora al intentar aprehenderlo.

En conclusión, Una sombra oscilante se presenta como un documental con una premisa rica y momentos de genuina emoción y reflexión. La valentía de Celeste Rojas al explorar su historia familiar y, a través de ella, una parte fundamental de la historia política de Chile es innegable. Acercándose cautelosamente a la “huella” espectral del pasado a través de las imágenes, Una sombra oscilante evidencia las complejas dinámicas de poder y memoria que subyacen a la constitución de todo archivo, y se convierte en un intento lúcido y sensible, que da cuenta de cómo es que la sombra del pasado sigue oscilando en el presente.

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