Campo de pápulas
Por Mariana Martínez Bonilla
Campo de pápulas (2022) es un cortometraje de la artista interdisciplinaria Marcela Cuevas, una de las voces más jóvenes del cine experimental contemporáneo en México. Se trata de un ejercicio de un poco más de 4 minutos de duración. En él, a través del uso de imágenes de archivo, característica de su poética-estética, la videoartista y también terapeuta tematiza los distintos tipos de heridas que se imprimen tanto en lo colectivo como en lo personal.
La obra formó parte de la gira de ULTRAcinema 2022 y, recientemente, del programa Incontrastable de Fisura 2024, en donde se exponen obras que exploran el mundo desde una perspectiva abstracta, cercana a lo onírico y lo surreal. En ella, a partir de la pápula como manifestación superficial de una marca epidérmica de pequeño tamaño, Cuevas cuestiona las formas de representación de esos traumas sociales y personales, cuyas improntas quedan marcadas más allá de la piel. La imposibilidad de dicha representación toma acá la forma de una herida que no cierra, de una costra que no se cae, no se desprende y, por lo tanto, no la podemos arrancar.
Esa cicatriz es, como afirman las letras que se imponen sobre una imagen de archivo a medio camino del cortometraje, un campo de pápulas. Es decir, una serie de micro lesiones dérmicas bien delimitadas y de mínima profundidad que, al agruparse, conforman una marca de mayores dimensiones. Sobre dicha imagen, la directora yuxtapone a manera de transparencia imágenes de pápulas sobre las que, posteriormente, veremos algunas larvas.
De repente, la imagen es reemplazada por un encuadre de una sustancia rojiza que parece ser cera. A manera de stop motion vemos cómo dicha sustancia se descompone, desbarata, rompe o rasga, dejando ver aquello que está debajo: un fotograma, una vez más de archivo, de una mujer que viste un brassier y una pantaleta en tonos oscuros. O eso suponemos, pues dicha imagen está en blanco y negro.
Posteriormente, los rasguños de dicho material se convierten en una serie de rasguños sobre la piel de alguien. La aceleración de la imagen permite testimoniar el proceso de cicatrización de la herida. Sin embargo, ésta reaparece para ceder su lugar al poema escrito por la propia Marcela:
Puño de gusanos que me frotan repetida y rápidamente hasta destrozarlos, bañándome en
su piel y en su sangre.
Carne masticada que aparece en las ideas acomodadas en grandes telones.
Lengüetazos pasaron por su cuerpo y el tuyo.
Manos ajenas te hicieron mover.
La memoria se vuelve rancia.
Bola interna de coágulos negros que no puedes expulsar.
Apariciones que no sabes cómo manejar.
Vivir en una barricada disecada hecha con restos de ti y las que faltan.
Pero la rabia es también impulso para la acción, expandiéndose rompe la obediencia, la
fórmula estándar, se erosiona la pasividad, el control y se inicia la lucha.
Si leemos con atención el poema, descubriremos que el hecho de que aparezca una mujer bajo aquella superficie de tonos rojizos revela la significación de la obra. O, al menos, eso quiero creer porque me parece que acá ya no es posible un desvío del sentido y que su multiplicación sería un despropósito que alejaría a la obra de toda potencia retórica para ponerla del lado de los ensayos fallidos que hemos visto circular últimamente en festivales que pretenden delimitar lo experimental.
Entonces, me parece que aquella herida a la que se refiere su creadora es una de las formas más abruptas y dolorosas en que se ha rasgado el tejido social en México: la violencia feminicida. Se trata de un problema abordado por muchos filmes producidos en la región en los últimos años. Desde diversas perspectivas, el audiovisual en México ha propuesto lecturas diferenciales sobre la relación entre la memoria (o la ausencia de), la violencia y la desaparición de mujeres en el país. Sobre algunas de ellas obras sobre las que hemos escrito aquí.
Ahora bien, como anunciaba unas líneas más arriba, el mecanismo retórico que Marcela Cuevas activa en Campo de pápulas replica aquello que ya habíamos visto antes en Colonizador incrustado, obra de 2021 en la que la directora problematiza la constitución de los imaginarios coloniales y cómo es que éstos determinan nuestra relación con el pasado. En aquel cortometraje las imágenes de archivo y la poesía se anudaron para convertirse en un potente mecanismo dialéctico o, si se prefiere, en un campo fértil para el pensamiento crítico.
Aunque, quizás el archivo al que recurrió la directora no es tan llamativo como aquel perteneciente Theodore de Bry y Joao Barbosa Rodrigues, las imágenes que se remontan en Campo de pápulas responden a la estética de la llamada era post-internet (como advierte la pequeña sinopsis de la obra que encontramos en la plataforma de las bolsas azules) y que, sobre todo, operan desde su materialidad como campo conflictivo que no se adhiere a una lógica estética homogénea y, mucho menos, hegemónica. A ello se suma la banda sonora de Etienne Decroux y Joan La Barbara, también apropiada y compuesta por sonidos vocales tan juguetones que llegan a ser increíblemente molestos, como el zumbido de un mosquito.
Finalmente, en Campo de pápulas, como sucedió en Colonizador incrustado, las imágenes y las palabras se convierten en matrices polisémicas y el cine en una herramienta para reparar el trauma (o los traumas). En ambas obras la relación medial entre lo análogo y lo digital aparece para dar cuenta de la incapacidad icónica de cada uno de dichos medios en su singularidad. No bastan las imágenes para figurar la herida, así como no bastan las palabras para describirla. Allá eran las imágenes de la monstruosidad que daban cuenta de la exotización del otro, acá son las imágenes de una práctica de sutura las que anuncian la profundidad de la herida. Allá aparecía el caníbal, acá desaparecen las mujeres (Vivir en una barricada disecada hecha con restos de ti y las que faltan), ambas como tropos que designan el trauma y ante los cuales se vuelve necesaria la catarsis que la creadora busca propiciar con sus video-poemas.
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