Traducir lo propio y La juventud es una isla

 

Por Pablo Gamba 

Traducir lo propio (o el síntoma por recordar) (Argentina-Colombia, 2025) y La juventud es una isla (Francia, 2024) son películas que fueron parte del festival Lima Alterna. La primera es el segundo largometraje de Nicolás Onischuk. Se estrenó en Anthology Film Archives, en Nueva York, en el festival Prismatic Ground, y estuvo en Ultracinema, en México. Mariana Martínez Bonilla escribió en Los Experimentos sobre su primer largo, Las aparienciasLa juventud es una isla se estrenó en el FID de Marsella y recibió una mención en la competencia iberoamericana en Lima Alterna. Es un mediometraje que la cineasta francesa Louise Ernandez realizó en el estudio Le Fresnoy y que se inscribe en el cine que se interesa por la realidad cubana. 

En Traducir lo propio Onischuk vuelve al cine etnográfico de Las apariencias con un giro paisajístico y autobiográfico experimental. La singularidad de la película se advierte en la articulación del espacio y el tiempo sobre la base del ritmo del montaje con el que se despliegan diversos lugares y una memoria fragmentaria que incluye el cine ‒filmaciones en Super 8 en blanco y negro, con el recurso de la sombra del realizador tras la cámara para construir un yo lírico cinematográfico, y apropiaciones de películas que aportan una identidad de cine sudamericano‒. Se expresa poéticamente con la palabra, además, esta memoria. 

Hay algo de diario de viajes en esta forma, por lo tocante a la débil línea narrativa que se esboza en el argumento. Es también una historia de amor por la mujer que se ve en un primerísimo primer plano en color y bellamente desnuda, en Super 8, y a la que se sigue cuando camina por lugares de los países andinos en planos en los que la técnica del step printing ‒utilizada por Wong Kar Wai en Chungking Express (1994), por ejemplo‒ transmite la sensación de tiempo enrarecido del recuerdo doloroso sintomático del título. 

Es una clave psicológica que lleva del lirismo romántico del paisaje ‒identificable en las montañas nubladas del comienzo como correlato de un estado emocional, por ejemplo, sentimiento que uno de los textos hace explícito‒ a otro tipo de expresión mediante la sensualidad de los colores y texturas, y el ritmo. Resulta reveladora también de que el análisis lacaniano es una referencia teórica aquí, como es lugar común en el cine contemporáneo. 

Es igualmente característica del cine actual la búsqueda que aquí construye una singular tensión entre la subjetividad y la apertura a la percepción del paisaje y quienes lo habitan, y por ende entre la identificación y la contemplación. Se produce como resultado del choque del tiempo y el ritmo del montaje de los planos que refieren al recuerdo y los textos desplegados en la pantalla, por una parte, y el tiempo de los planos generales en los que la naturaleza y la gente instauran otros ritmos en el film. Un texto explica esto con referencia a los ojos, que están hechos para llorar, pero también para olvidar, contemplando. Refiere a la subjetividad no solo como respuesta a la problemática cientificidad de la etnográfica, sino también como cura de los sentimientos por los sentidos, del dolor individual por el mundo, de la identificación por la contemplación. 


Estos planos pueden ser algunos de lugares reconocibles y hay banderas que lo indican ‒las de Colombia y Bolivia‒, pero no conforman en conjunto una construcción geográfica coherente, salvo por referencia al recorrido de la pareja. Lo que hay en común de “andino” comprende una diversidad que hace borrosa la identificación de lo que la etnografía describe. Algo hermoso que hallo en estos planos es que el contexto expresivo del film lleva a preguntarse por los sentimientos de esos personajes. El señor que arma atados de caña en Bolivia, por ejemplo, ¿trabajará con el corazón estremecido por el despecho? 

Lo etnográfico se expande en planos que refieren al pasado y tradición de los pueblos. Crean una tensión entre la vida observada, y el repertorio de piedras y objetos que representan las culturas en museos y sitios arqueológicos. Son testimonios sobre cuya base se esboza una memoria y una identidad vinculadas a la permanencia, así como al tránsito del viaje y los sentimientos. Incluye esta memoria la selección de fragmentos tomados de otras películas, todas las cuales prescinden igualmente de la palabra hablada. En Los Experimentos nos resulta profesionalmente fácil identificarlas: Limite (1931), de Mário Peixoto; La langosta azul (1954), mítico film surrealista codirigido por Gabriel García Márquez; Wara Wara (1930), de José María Velasco, con sus aimaras en espectaculares montañas, entre otras. Pero, ¿quién más es capaz de conocer estas referencias? Su identidad latinoamericana es un secreto compartido por no muchos cinéfilos. 

Traducir lo propio redondea de este modo una singular interpretación de aquello tan complejo que es la identidad con referencia al territorio, la biografía, y todas aquellas experiencias que los atraviesan, que pueden ser de permanencia, pero también de cambios y desplazamientos. El encuentro de lo lírico, lo diarístico y lo etnográfico los desestabiliza mutuamente en una película en la que el ensayo es un espacio de disolución de esas distinciones. 

La juventud es una isla es también una película sobre un territorio: Cuba. Aunque la realizadora es extranjera y la importancia que tiene la herramienta tecnológica me refiere a prácticas etnográficas francesas características de Le Fresnoy, el mediometraje de Ernandez responde igualmente a un impulso de representar la realidad nacional que es característico del cine del país caribeño ‒respuesta a una demanda de ver en las películas una Cuba verdadera, no la de la propaganda‒. También encuentro aquí la conciencia de la necesidad de enrarecer las representaciones para combatir los clichés del realismo, una búsqueda que caracteriza el cine cubano más lúcido y crítico de la actualidad. 


Una referencia clave pareciera ser aquí El auge del humano 3 (Argentina y otros países, 2023), sobre la que hemos escrito en Los Experimentos, por lo tocante al despliegue bidimensional de la imagen esférica que producen las cámaras de 360°. Pero una diferencia significativa es que no hay el seguimiento distante que hace Eduardo Williams de la joven humanidad del Sur global como si fuese una especie biológica, sino un acercamiento más cónsono con la tradición documental al personaje del youtuber Yasse. Como una expansión de los videos que hace, se convierte en un recorrido en el que la vitalidad que tanto interesa a Williams se encuentra con una Habana en ruinas. 

La cámara, sin embargo, tiene algo también de La libertad (Argentina, 2003), de Lisandro Alonso, por lo tocante a su capacidad de dejar de lado inesperadamente al personaje, y salir a la búsqueda y encuentro de otro, atravesando La Habana en un recorrido propio la segunda vez. Encontramos así a un cubano de otro nivel social en el país donde se supone que se acabaron las clases, y que vive como en otro tiempo de grandes camiones y cría de palomas, quizás un modo de enviar mensajes distinto del celular. 

La película se construye, en síntesis, sobre la base del choque entre la modernidad tecnológica del registro ‒sin solución de continuidad con el celular por Yasse‒, y el tiempo que parece correr hacia atrás en el deterioro. La esfericidad distorsionada por la transferencia a la pantalla cae así también en una distorsión del tiempo, en la distopía de una realidad otrora utópica. 

Ernandez añade a esto la metáfora obvia y trillada de la jaula de pájaros. Pero al final logra darle un giro filmando en el Presidio Modelo, la cárcel panóptica de Isla de Pinos. El 360° convierte sus ruinas en una alucinante representación de otra jaula, en la que algo inesperado lleva del cliché al estremecimiento. Encuentra así una manera de hacer sentir que la jaula es más que un lugar común, pese a las extravagantes contorsiones con las que se resiste a esa verdad una pseudoizquierda aún encadenada al mito de la revolución.

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